jueves, 20 de agosto de 2009

Los periodistas literarios. Norman Sims

PRÓLOGO

Las cosas que son vulgares y chillonas en la novela funcionan maravillosamente en el periodismo porque son ciertas. Por eso hay que tener cuidado de no compendiarlas, porque se trata del poder fundamental que uno tiene en sus manos. Hay que disponerlo y presentarlo. Hay en ello mucho de habilidad artística. Pero no se debe inventar.
John McPhee

Hace años que los periodistas practican su oficio sentados cerca de los centros de poder: el Pentágono, la Casa Blanca, Wall Street. Como perros bajo mesa, han esperado que les caigan sobras de información de Washington, de Nueva York y de su visitas a los juzgados, las alcaldías y las estaciones de policía.
Hoy en día, las sobras de información no satisfacen el deseo de los lectores de saber cómo hace las cosas la gente. En su vida diaria, los lectores manejan explicaciones psicológicas de los hechos que suceden a su alrededor. Pueden vivir en mundos sociales complejos, en medio de tecnologías avanzadas, donde "los hechos" apenas empiezan a explicar lo que está sucediendo.
Las historias cotidianas que nos hacen penetrar en la vida de nuestros vecinos solían encontrarse en el mundo de los novelistas, mientras que los reporteros nos traían las noticias de lejanos centros de poder que a duras penas afectaban nuestras vidas.
Los periodistas literarios reúnen las dos formas. Al informar sobre las vidas de las personas en el trabajo, en el amor, o dedicadas a las rutinas normales de la vida, confirman que los momentos cruciales de la vida diaria contienen gran dramatismo y sustancia. En lugar de merodear en las afueras de poderosas instituciones, los periodistas literarios tratan de penetrar en las culturas que hacen posible que funcionen.
Los periodistas literarios siguen su propio conjunto de reglas. Al contrario del periodismo normal, el literario exige sumergirse en complejos y difíciles temas. La voz del escritor sale a la superficie para mostrar a los lectores que hay un autor trabajando. La autoridad se hace manifiesta. Ya sea el tema un vaquero y su esposa en el "Panhandle" 1 tejano o un equipo de diseñadores de computadores en una agresiva compañía, sólo reporteros persistentes, competentes y comprensivos podrán revelar sus detalles dramáticos. La voz trae a los autores a nuestro mundo.
Cuando Mark Kramer descubre los olores en una sala de operaciones y no puede dejar de pensar en un bistec, "a su pesar", su voz es tan fuerte como una bofetada. Cuando John McPhee pide "gorp" 2 y sus compañeros de viaje en Georgia discuten si le deben dar poco al "pequeño bastardo yanqui", su monumento de humildad determina nuestro ánimo.
Al contrario de los novelistas, los periodistas literarios deben ser exactos. A los personajes del periodismo literario se les debe dar vida en el papel, exactamente como en las novelas, pero sus sensaciones y monumentos dramáticos tienen un poder especial porque sabemos que sus historias son verdaderas. La calidad literaria de estas obras proviene del choque de mundos, de una confrontación con los símbolos de otra cultura real. Las fuerzas esenciales del periodismo literario reside en la inmersión, la voz, la exactitud y el simbolismo.
La mayor parte de los lectores conoce bien una rama del periodismo literario, el "nuevo periodismo", que empezó en los años sesentas y duró hasta mediados de los setenta. Muchos de los nuevos periodistas, como Tom Wolfe y Joan Didion, han seguido produciendo libros extraordinarios. Pero periodistas literarios como George Orwell, Lillian Ross y Joseph Mitchell llevaban mucho tiempo trabajando antes de que aparecieran los nuevos periodistas. Y ahora ha surgido una generación de escritores más jóvenes que no necesariamente se consideran nuevos periodistas, pero para quienes la inmersión, la voz, la exactitud y el simbolismo son características de su obra. Durante años he coleccionado y admirado esta forma de escritura. Ocasionalmente, los lectores de revista la descubren en Esquire, The New Yorker, The Village Voice, New York, algunas de las mejores publicaciones regionales como el Texas Monthly, y hasta en The New York Review of Books. Los suscriptores reconocerán muchos de los trabajos reunidos en este libro.
Esta forma de escribir ha sido llamada periodismo literario y a mí me parece un término preferible a otras propuestas: periodismo personal, nuevo periodismo y paraperiodismo. Algunos colegas --- soy profesor de periodismo --- sostienen que no es sino un híbrido, que combina las técnicas del novelista con los hechos que reúne el reportero. Puede ser así. Pero las películas combinan la grabación de la voz con la fotografía, y sin embargo este híbrido merece un nombre.
Al tratar de definir la novela, Ian Watt encontró que los primeros novelistas no eran de mucha ayuda. No habían rotulado sus libros como "novelas" y no trabajan dentro de una tradición. El periodismo literario lleva justo el tiempo necesario para haber adquirido un conjunto de reglas. Sus practicantes saben donde están sus límites. Las "reglas" de la armonía en la música se han derivado de lo que hicieron los compositores de éxito. El mismo método puede ayudar a explicar lo que los escritores de éxito han hecho al crear el género del periodismo literario. Interrogué a varios de ellos sobre su oficio, y sus respuestas cubren la mayor parte de esta introducción. También la forma tiene una historia respetable; no llegó hecha y derecha con los nuevos periodistas de los sesentas. A.J. Liebling, James Agee, George Orwell, John Hersey, Joseph Mitchell y Lillian Ross habían descubierto el poder que podían generar las técnicas del periodismo literario mucho antes de que Tom Wolfe anunciara el "nuevo periodismo".
Los nuevos periodistas de los sesentas llamaron la atención hacia sus propias voces; conscientemente le devolvieron al reportaje la caracterización, los motivos y la voz. Los reporteros normales, y algunos novelistas, no tardaron en criticar el nuevo periodismo. Sostenían que no siempre era exacto. Era ostentoso, vanidoso y violaba las reglas periodísticas de la objetividad. Pero lo mejor ha perdurado. Los periodistas literarios de hoy comprenden claramente la diferencia entre los hechos y la mentira pero no admiten las diferencias tradicionales entre la literatura y el periodismo. "Algunas personas tienen una idea muy clínica del periodismo," me dijo Tracy Kidder en el estudio de su casa en los montes Berkshire de Nueva Inglaterra. "Es una idea antiséptica, la idea de que no se puede presentar una serie de hechos en una forma interesante sin viciarlos. Es una completa tontería. Es la máxima tendencia maquinista". Kidder ganó tanto el premio Pulitzer como el American Book Award en 1982 por El alma de una nueva máquina, un libro que siguió a un equipo de diseño en la creación de un nuevo computador. Construye en el la narración con una voz que permite la complejidad y la contradicción. Sus medios literarios --- una fuerte línea narrativa y una voz personal ---, atraen al lector hacia algo quizás más reconocible como un mundo real que la clase de reportaje basada "sólo en los hechos".
Como lector, reacciono en forma diferente ante el periodismo literario que ante los cuentos o al reportaje norma. Saber que esto sucedió realmente cambia mi actitud mientras leo. Si descubriera que una obra de periodismo literario ha sido hecha como un cuento, mi decepción arruinaría cualquier efecto que hubiera creado en cuanto literatura. Al mismo tiempo, me siento a leer esperando que el periodismo literario cause emociones que no producen los reportajes normales. Me ayude o no a vivir el periodismo literario diferentemente de otras formas literarias, lo leo como si así fuera.
Los periodistas literarios se meten en su narracciones en mayor o menor grado, y admiten tener debilidades y emociones humanas. A través de sus ojos, observamos a personas normales en contexto cruciales. Mark Kramer presenció muchas operaciones de cáncer en las que peligraban las vidas de otras personas en la mesa de operaciones. Contextos cruciales, sin duda, y más aún cuando Kramer un día se descubrió una mancha y temió que significará que tenía cáncer. En El Salvador, Joan Didion abrió la cartera y oyó, en respuesta, "el clic del metal sobre el metal de un lado a otro de la calle" al montar los soldados las armas. En tales momentos involuntariamente, tomamos partido en asuntos sociales y personales. estos autores comprenden y transmiten sensaciones y emociones, las dinámicas internas de las culturas. Como los antropólogos y los sociólogos, los reporteros literarios consideran que comprender las culturas es un fin. Pero al contrario de esos académicos, dejan libremente que la acción dramática hable por sí misma. Bill Barich nos lleva a las carreras de caballos y da vida al deseo del jugador de controlar las fuerzas aparentemente mágicas de la vida moderna; se propone encontrar las esencias y las mitologías del hipódromo. En contraste, el reportaje normal presupone causas y efectos menos sutiles, basados en los hechos referidos más que una comprensión de la vida diaria. Cualquiera que sea el nombre que le demos, esta forma es ciertamente tanto literaria como periodística, y es mas que la suma de sus partes.
Dos generaciones activas de reporteros literarios trabajan hoy en día. Ambas están representadas en este libro.
John McPhee, Tom Wolfe, Joan Didion, Richard Rhodes y Jane Kramer encontraron sus voces durante la época del nuevo periodismo, de mediados de los sesentas a mediados de los setentas. El nombre de Wolfe sugiere visiones de extravagante con el lenguaje y la puntuación. Esta pirotecnia ha disminuido en sus trabajos mas recientes. Durante veinte años de constante producción, Wolfe ha comprobado el poder de resistencia del enfoque literario del periodismo.
Escritores como Wolfe, McPhee, Didión, Rhodes y Jane Kramer han influido en una nueva generación de periodistas literarios. Entrevisté a varios de estos escritores mas jóvenes. Me contaron que crecieron dentro del nuevo periodismo y que lo veía como modelo de su oficio en desarrollo.
Richard West, de 43 años, que ayudó a lanzar el Texas Monthly y que después escribió para las revistas New York y Newsweek, recuerda haber descubierto los escritos de Jimmy Breslin, Gay Talese y Tom Wolfe cuando era estudiante de periodismo. "Esos tipos eran maravillosos escritores. Asombrosos. Era como oír rock "n" roll en lugar de Patti Paige. Le abrían a uno los ojos a nuevos panoramas si uno quería se escritor de literatura no novelesca" me dijo West.
Mark Kramer, de 40 años, autor de Invasive Procedures, dijo que la obra de George Orwell lo introdujo al periodismo literario, sobre todo Down and Out in Paris and London, en la Orwell escribe sobre sus peripecias de vagabundo antes de la Segunda Guerra Mundial. Los nuevos periodistas fueron para Kramer un modelo más inmediato. "Leí temprano a Tom Wolfe" , dijo. "Soy un nuevo periodista de la segunda generación. Leí a McPhee cuando estaba empezando a formarme. El libro de Ed Sanders sobre Manson, La familia, tuvo una enorme influencia en mí. Él se permitió hablar. Era la primera vez que sentía una voz confiable en la escena, en lugar de una voz institucional".
Sara Davidson, de 41 años, aprendió las rutinas del reportaje normal a finales de los sesentas, en la Escuela de Periodismo de Columbia y en el Boston Globe. "Cuando empecé a escribir en las revistas, Lillian Ross era mi modelo", dijo "Yo iba a hacer lo que Lillian Ross había hecho. Nunca usaba el "yo", pero era obvio que había una conciencia orientadora que lo guiaba a uno". Después, Davidson descubrió que sus historias necesitaban la primera persona. Las fuertes voces narrativas de Joan Didion, Tom Wolfe y, recientemente, la de Peter Matthiessen en The Snow Leopard, han sido sus modelos.
Tracy Kidder, de 38 años, admiraba a Orwell, Liebling, Capote, Mailer, Rhode, Wolfe y muchos otros. Pero cuando le pregunté si había algún escritor que se destacará en su desarrollo, dijo rápidamente: "McPhee ha sido mi modelo. Creo que es el mas elegante de todos los periodistas que están escribiendo hoy".
Mark Singer, a los 33 años, el más joven del grupo incluido aquí, resume el rumbo de descubrimiento que siguieron los periodistas literarios más jóvenes. En Yale se especializó en inglés y se limitó a leer. "Creo que mis modelos eran los periodistas. En realidad, estudié a los periodistas. Era muy consciente de quienes y qué escribían. A principios de los setentas, los periodistas empezaban a volverse estrellas. Sólo cuando entré a The New Yorker en 1974 tuve contacto con personas como Liebling y John Bainbridge, que escribió The Super Americans, un libro brillante sobre Texas. Pasó cinco años viviendo en Texas. Me puse a leer todo lo que Bainbridge había escrito" . Singer, que se crió en Oklahoma, también fue influenciado por Norman Mailer y por escritores de The New Yorker como Lillian Ross, Calvin Trillin y Joseph Mitchell. "estas cosas las han escrito ciertos escritores en todas las épocas", me dijo. "La gente habla sobre Defoe o Henry Adams o muchos otros. Cuando Francis Parkman escribió The Oregon Trail estaba haciendo una especie de periodismo como historia. Creo que todas las épocas han tenido escritores así. Simplemente sucede que yo soy lo bastante miope como para concentrarme sólo en mis contemporáneos".
Durante esos meses de visitas a los escritores, me hablaron sobre los placeres de su oficio, sobre las dificultades que han encontrado, sobre los puntos esenciales del periodismo literario (las "reglas del juego"), y sobre los límites de la forma. El periodismo literario no fue definido por los críticos; los escritores mismos han reconocido que su oficio requiere inmersión, estructura, voz y exactitud. Conjuntamente con estos términos, caracterizan al periodismo literario contemporáneo un sentido de responsabilidad hacia los temas y una búsqueda del significado fundamental del acto de escribir.

La inmersión
Vivo en el valle del río Connecticut al oeste de Massachusetts, donde tiene su hogar un sorprendente numero de novelistas, periodistas independientes, artistas y hombres de letras. Cuando le mencioné a algunos amigos que pronto iría a visitar a John McPhee en Princeton, New Jersey, la reacción era siempre la misma: "Pregúntale si leyó mis libros". Querían que le mencionara sus nombres. Los escritores, profesores de inglés y lectores ávidos que conozco sienten por él un enorme respeto.
Al mismo tiempo, como profesor de historia del periodismo y reportaje en la Universidad de Massachusetts, sé que a algunos de la vieja guardia no les gusta. Los periodistas literarios son los herejes de la profesión. Un anciano de la tribu de los "viejos periodistas" me escribió una vez, usando una extraña metáfora mixta, para informarme que "McPhee es un ilusionista del periodismo, eso es todo... La urdimbre periodística del señor McPhee y su trama literaria son una tela demasiado delgada para que cualquiera de nosotros en la profesión remendemos nuestras gastadas trivialidades". Pero la media docena de periodistas literarios que vi antes de entrevistar a McPhee mostraron todos respeto. En el tren a Princeton, pensé en la frase de Tracy Kidder (McPhee ha sido mi modelo") y me di cuenta de que había influenciado a muchos otros escritores jóvenes.
McPhee es un hombre reservado, amigable pero cauteloso. Al entrar en su oficina en la Universidad de Princeton, examiné los recuerdos que dan fe de su inmersión en temas como la geología, las canoas de remo y los osos de New Jersey. En una pizarra tenía pegado un letrero de advertencia: Peligro. Trampa de osos. No se acerque.
Tomé a pecho el mensaje. En la pared opuesta tiene un mapa geológico de los Estados Unidos del tamaño de una ventana. Del mapa cuelga un hilo de nailon verde, pegado con alfileres, que va de costa a costa. El hilo atraviesa los Apalaches, pasa derecho sobre las planicies y las Montañas Rocosas, y luego oscila en la región de la Cuenca y la Sierra (las montañas y valles de Utah y Nevada) donde, dice McPhee, las formaciones de roca de color en el mapa "parecen marcas elásticas". La línea verde traspasa la Sierra Nevada y termina en el Océano Pacífico. El hilo de nailon sigue la autopista Interstate 80 de costa a costa; es la cinta narrativa que ata los dos recientes libros de McPhee sobre la geología de Norteamérica. estos empezaron como un único artículo sobre los atajos en las carreteras en torno a la ciudad de Nueva York. Un geólogo le dijo después que la mejor manera de representar la geología de Norteamérica es con una línea de este a oeste, y Mcphee se puso a pensar entonces en la Interstate 80. "Desarrollé una ambición saltona," me dijo. "¿Por qué no ir a California? ¿Por qué no mirar todas las rocas?" Cuatro años y dos libros después, tomó un descanso del tema, aunque dijo que le llevará dos libros más completar la jornada.
"Descubrí que uno tiene que comprender una gran cantidad de cosas aunque sólo sea para escribir un pequeño fragmento. Una cosa lleva a otra. Hay que meterse dentro del asunto para hacer que casen las piezas", dijo. Para muchos escritores esto tiene un sentido intuitivo, pero los diecisiete libros de McPhee, escritos en diecinueve años, demuestran una extraordinaria resistencia. Ha hecho casar las piezas para escribir sobre las armas atómicas, la historia de la canoa de corteza, la tecnología de un avión experimental, las guerras ambientales entre David Brower, el director del Sierra Club, y los urbanizadores ávidos de tierra virgen, las complejidades del tenis y del basquetbol, las culturas aisladas tanto de los eriales de pinos de New Jersey como de las Hébridas centrales de Escocia, los conflictos entre los habitantes de Alaska y la geología de Norteamérica. Ningún escritor de no-ficción se acerca hoy a la diversidad de temas de McPhee.
Para McPhee, y para la mayor parte de los temas periodistas literarios, la comprensión empieza con un contacto emocional, que sin embargo pronto lleva a inmersión. En su forma más simple, la inmersión significa el tiempo dedicado al trabajo. McPhee recorrió 1.100 millas de carreteras sureñas con una zoóloga de campos antes de escribir Viajes por Georgia. Varias veces atravesó el país con geólogos por la Interstate 80 para Basin and Range y In Suspect Terrain. Durante un período de dos años hizo largos viajes por Alaska, de meses enteros y en todas las estaciones, haciendo notas para Coming into the Country. Los periodistas literarios apuestan con su tiempo. Su tiempo. Su impulso de escribir los lleva a la inmersión, a tratar de aprender todo lo que hay que saber sobre un tema. No todos los escritores jóvenes pueden arriesgar dos años en un proyecto que puede o no ganarse la lotería. Bill Barich ganó su apuesta. Con cinco novelas inéditas, se fue de la casa para vivir en el hipódromo. Su relato de esas semanas, Laughing in the Hills, llamó la atención de Robert Bingham y de William Shawn, el editor ejecutivo y el editor del New Yorker respectivamente. La mayor parte de los periodistas literarios piensan que la inmersión es un lijo que no podría existir sin el apoyo financiero y editorial de una revista.
Tracy Kidder pasó ocho meses en una compañía de computadores antes de escribir The Soul of a New Machine. Aunque había escrito muchos artículos para The Atalntic, como escritor independiente no podía contar con un cheque regular. Un adelanto por el libro lo libró de la constante necesidad de producir artículos durante los dos años que le llevó investigar y escribir. Cuando lo viste por primera vez, la casa de Kidder estaba de fiesta. Tres días antes, el comité del premio Pulitzer había anunciado los ganadores de 1982. Kidder había recibido el premio general de no-tificación. Su estrecha oficina, contigua a la sala todavía daba muestras de la lucha por abrirse paso. La decoración era estrecha. Cañas de pescar, una red y un desmechado sombrero de paja colgaban en un rincón cerca de una pequeña estufa de leña. Una foto sobre el escritorio, tomada mientras estaba sumergido en un trabajo sobre vagabundos, mostraba a Kidder viajando en una plataforma de ferrocarril en alguna parte del noroeste del país. Pilas desordenadas de cuadernos rodeaban la máquina de escribir. El cuarto parecía un bar de esos donde abundan las peleas.
Físicamente Kidder es imponente, con la contextura de un jugador de fútbol americano. Tiene el aspecto de ser tan rudo como un editor local de los antes. Pero no perfora a la gente con preguntas incisivas. "No sé cómo metérmele a la gente a la fuerza", dijo. "Nunca he llegado a ninguna parte con esa técnica.
Una buena manera de investigar es irse a vivir de verdad con la gente. Cuando ya siento que tengo la libertad de hacer la pregunta desagradable, pues la hago. Pero no sirvo para importunar a la gente. Calculo que si no me dicen lo que quiero ahora, me lo dirán después. Así que sigo yendo".
Mark Kramer se jugó dos años de su vida escribiendo Three Farms: Marking Milk, Meat anh Money from the American Soil. Durante esos dos años recibió apoyo literario de Richard Todd. el editor jefe de The Atlantic, quién también le ayudó a Kidder hasta terminar Soul of a New Machine, y sobrevivió con las limitadas entradas de un pequeño adelanto y una subvención de una fundación. También a él le funcionó la puesta. Las ganancias de Three Farms y otra subvención le permitieron escribir Invasive Prodedures. Observó trabajar a los cirujanos durante casi dos años, hasta cuando se sintió seguro de haber comprendido la rutina de la sala de operaciones, de distinguir entre las buenas y las malas técnicas, y de poder "traducir las interrelaciones sociales en la sala de operaciones".
"Hay que quedarse mucho tiempo antes de que la gente le deje a uno conocerla", dijo Kramer. "Se muestran cautelosos la primera, y la segunda, y las diez primeras veces. Entonces uno se vuelve aburridor, y la gente olvida que uno esta ahí. O si no, lo convierten a uno en algo de su propio mundo. Nos convierten en un cirujano residente o en un peón de granja o en un miembro de la familia. Y uno deja que suceda".
Todos los escritores con los que hablé me contaron historias parecidas. Su trabajo empieza con la inmersión en un mundo privado; esta forma de escribir puede muy bien llamarse "periodismo de la vida diaria".
Durante un mes de investigación, Richard West alternó turnos de día y de noche mientras escribía "El poder del 21" para la revista New York. El horario de West empezaba a las seis de la mañana en el famoso restaurante "21" de Nueva York. Siguió la actividad del restaurante de abajo arriba, del sótano y el personal preparatorio de la mañana temprano hasta la cocina y los chefs, y luego, al almuerzo, hasta el comedor con los cantineros y el jefe de camareros. Sus turnos nocturnos empezaban hacia las cuatro de la tarde, cuando llegaba otro personal, y terminaban a la una de la madrugada. Aspiró el aire de las cocinas, lleno de vapor y de aromas culinarios, y el de los comedores, lleno de humo de cigarros y gente de categoría.
"Era un día largo, pero había que estar ahí y ellos no me impusieron ninguna regla," dijo West. "Lo que hay que hacer es convertirse en parte del decorado hasta que ellos tomen confianza y hagan las cosas frente a uno. Uno puede captar los detalles superficiales, pero no las emociones que uno busca (cómo funciona la gente) hasta que uno desaparece. A veces nunca se logra esto y en ese momento la historia se desinfla. Me llevó tiempo, pero llegué a que confiaran en mí y les cayera bien. Parece que mucho depende de la personalidad. Si uno es una persona a la que le gusta la gente y que la respeta, y que demuestra un interés verdadero, las cosas resultan fáciles. Uno no puede ser arrogante. No puede ser áspero. Eso sencillamente no funciona".
Mark Singer sólo llevaba dos años de haberse graduado en Yale cuando entró al New Yorker. Todavía descubierto su voz como escritor. "Empecé a recorrer la ciudad y descubrí que no toda era Manhattan", me dijo. "Decidí que la gente sobre la que quería escribir no era la gente famosa. Haber crecido lejos de Nueva York tal vez me permitió ver y escribir sobre cosas que de otra manera habría podido pasar por alto. Me afectan ironías que un nativo podría no notar"
Hablé con Singer en las oficinas del New Yorker, en el opaco y ruidoso cubículo del piso dieciocho, que fuera una vez despacho de McPhee. La esposa de Singer es abogada. Fue quién por primera vez le mencionó a los "entusiastas" del edificio de los tribunales de Brooklyn, los espectadores cuya constante asistencia a los juicios los capacita para ser críticos dramáticos de los juzgados. "Empecé a frecuentar los tribunales", contó Singer. "Durante varios meses fui un par de días a la semana. Escribía al mismo tiempo columnas de la sección "Talk of the Town". Me llevó algo así como dieciséis meses, simplemente yendo a pasar el tiempo con ellos".
Después de todos esos meses, cambió la tarea, como siempre ha de ser, del reportaje a la escritura. "Tengo que explicárselo a la gente que sólo sabe lo que yo sabía cuando empecé", dijo Singer.

La estructura
John McPhee alzó el brazo y sacó del estante un libro grande empastado que contenía sus notas de 1976 sobre Alaska. "Este es un gordo", dijo. Las páginas a máquina representaban su paso al reportaje a la escritura, del campo a la máquina de escribir. Escondida dentro de estas notas detalladas, como una estatua dentro de un bloque de granito, hay una estructura que puede animar la historia para sus lectores.
"El escrito tiene una estructura interior", dijo. "Empieza, se encamina hacia alguna parte, y termina de una manera pensada de antemano. Yo siempre sé la última línea de una historia antes de que haya escrito la primera. Al examinar con cuidado todo esto, uno crea la forma y el aspecto del asunto. También es un alivio para el escritor, ya conociendo la estructura, poder concentrarse en una cosa cada día. Ya se sabe dónde colocarla". La estructura, en un escrito largo de no-ficción, implica más trabajo que simplemente organizar, según McPhee. "La estructura es la yuxtaposición de las partes, la manera en que dos partes de un escrito, por el simple hecho de ponerlas una junto a la otra, puede comentarse mutuamente sin que se diga una sola palabra. Es mucho lo que se puede decir por la forma como está ensamblado el escrito, es algo que puede estar en su estructura sin que el autor tenga que explicarlo".
McPhee registró por un momento un archivador y encontró un diagrama de la estructura de "Viajes por Georgia". Parecía como una "e" minúscula de imprenta. "Es una estructura sencilla, una cronología reensamblada", explicó McPhee. "Fui para escribir sobre una mujer que, entre otras cosas, recoge animales muertos de las carreteras y se los come. Hay un problema inmediato cuando uno empieza a pensar en un material así. El editor del New Yorker es prácticamente un vegetariano. Yo sabía que le iba a presentar esta historia a William Shawn y que iba a ser muy difícil hacerlo. Esto sirvió para un propósito, el de meditar sobre cuál sería la reacción del lector común. Cuando la gente piensa en animales muertos en la carretera, de inmediato siente pasar un soplo pútrido. La imagen es bastante automática: maloliente y repulsiva. Los animales que recogíamos en la carretera no eran repulsivos. No los habían despedazado. No estaban cubiertos de sangre. Acababan de matarlos. Así que tenía que poner en marcha la historia sin ofender la sensibilidad del lector y del editor".
McPhee y sus amigos se comieron varios animales durante el viaje, tales como una comadreja, una rata almizclera y, ya bastante avanzada la correría, una tortuga mordedora. Pero el escrito empiza con la tortuga mordedora. Una sopa de tortuga ofende menos que una comadreja asada. Después la historia se aparta del tema de las muertes en la carretera con una visita a un proyecto de canalización de un arroyo. este pasaje llevó a una extensa divagación, en la que McPhee habló sobre Carol Ruck deschel, quien había limpiado la tortuga mordedora y tenía la casa llena de animales heridos y golpeados que estaba cuidando para devolverles la salud.
"Después de pasar por todo esto todavía no nos hemos comido la comadreja", dijo McPhee. "Ahora llevamos dos quintas partes del escrito". Y señaló la curva descendente de la "e" en su diagrama.
"Si usted ha leído hasta este punto, ahora podemos arriesgarnos con algunos de los demás animales. Después de todo, esto ya ha probado o no que se trata de un artículo. Retornamos entonces al principio del viaje (el viaje en el cuya mitad estábamos en la primera página), y hay una comadreja recién muerta que yace en mitad de la carretera. Y después sigue la rata almizclera. Cuando llegamos a la tortuga mordedora y al proyecto de canalización, simplemente los saltamos y continuamos en la forma que tuvo el viaje. El viaje en sí se convirtió en la estructura, rota cronológicamente de esta manera".
La estructura cronológica domina la mayor parte del periodismo, tal como aprendió McPhee cuando trabajó para la revista Time. Pero el reportaje cronológico no siempre le conviene más al escritor. McPhee reestructuro el tiempo en "Viajes por Georgia" y en la primera parte de Coming Into the Country. A veces, la cronológia puede ceder ante la estructura temática. en A Roomful of Hovings, un perfil de Thomas Hoving, antiguo director del Museo Metropolitano de Arte, McPhee se enfrentó a un problema peculiar. La vida de Hoving contenía una serie de temas:sus dispersas experiencias aprendiendo a reconocer falsificaciones artísticas, su trabajo como comisionado de parques en Nueva York, sus nada brillantes primeros años de estudiante, su relación de toda la vida con su padre, y así sucesivamente. McPhee contó una historia a la vez, un relato tras otro, en una estructura que compara a una "Y" mayúscula. Los palos descendentes se unen en el momento de una epifanía durante la carrera universitaria de Hoving en Princeton, y luego proceden a lo largo del tronco en línea recta. McPhee mantuvo la secuencia temporal en cada episodio, pero dispuso los temas para determinar su yuxtaposición dramática.
McPhee me pasó una copia Xerox de una cita. "Lea esto", me dijo. El trozo era de Albert Einstein sobre la música de Schubert: "Pero en sus obras más extensas me molesta la falta de arquitectura". El término arquitectura se refiere al diseño estructural que imparte orden, equilibrio y unidad a una obra, el elemento de la forma que relaciona las partes entre sí y con el todo.
Anteriormente le había oído el término arquitectura a Richard Rhodes, quien dijo: "La clase de estructuras arquitectónicas que se deben construir, que nadie enseña o menciona, son cruciales para la escritura y tienen poco que ver con la habilidad verbal. Tienen que ver con las habilidades administrativa, el don de mando si usted quiere. Desafortunadamente, los escritores no hablan mucho sobre éste". Tal vez no hablan mucho sobre él pero a los buenos periodistas literarios probablemente los obsesiona.

La exactitud
En una sociedad en cual los estudiantes aprenden que hay dos clases de escritura, la ficción y el periodismo, y que el periodismo es en general una prosa opaca, hacer periodismo literario es un negocio difícil. Asumimos naturalmente que lo que se lee como ficción debe ser ficción. Un editorialista local que se propuso felicitar a Tracy Kidder cayó en un revelador gazapo al respecto: "Tracy Kidder, residente de Williamsburg, ha ganado el premio Pulitzer por su novela, El alma de una nueva máquina". Kidder leyó la frase e, incrédulo, meneó la cabeza.
Una novela, una narrativa inventada. Para él aquello era un poco irritante después de haber vivido ocho meses en el sótano de la Data General Corporatión, y de haber gastado dos años y medio en el libro. Y se había esmerado en conseguir las citas exactas, y en captar todos los detalles con precisión.
Hay una ley de exactitud que, según sus practicantes, rige en el periodismo literario. McPhee, que se siente incómodo en el papel de tío dando consejos, tiene sin embargo el derecho de hacerles unas pocas sugerencias a los que tienen su obra por modelo. "Nadie está dictando reglas para cubrir a todo el mundo", dijo. "El escritor de no-ficción se comunica con el lector sobre gente real en lugares reales. De modo que si esa gente habla, uno dice lo que dijo. Uno no dice que el escritor decide que dijeron. Yo me irrito si alguien sugiere que hay diálogos en mis escritos que no obtuve de las fuente. Uno no inventa diálogos. Uno no hace personajes mixtos. Para mí los personajes mixtos siempre han sido ficción. Así que cuando alguien hace un personaje de no-ficción con tres personas reales, se trata en mi opinión de un personaje de ficción. Y uno no se mete en sus cabezas y piensa en su lugar. Uno no puede entrevistar a los muertos. Se podría hacer una lista de las cosas que uno no hace. Cuando los escritores omiten alguna, viajan a dedo con la credibilidad de los escritores que no omiten ninguna.
"Y hacen borroso algo que debe ser nítido. Una cosa es decir que la no-ficción ha ido desarrollándose como arte. Si con esto quieren decir que la línea entre la ficción y la no-ficción se está borrando, entonces yo preferiría otra imagen. Lo que veo en esta imagen es que no sabemos dónde se detiene la ficción y dónde empiezan los hechos. Eso viola un contrato con el lector".
Parte de este mandato de exactitud es el buen orgullo tradicional del reportero. Tanto Kramer como Rhodes mencionaron el hecho de haber leído reportajes faltos de exactitud sobre asuntos que conocían personalmente en periódicos locales o en revistas nacionales de noticias. Todos los reporteros tienen un compromiso de exactitud, pero si se dan el tiempo y la inmersión, no es difícil superar lo mejor de la práctica noticiosa común y corriente.
La exactitud también puede afianzar la autoridad de la voz del escritor. Kramer lo explica así: "Yo trato constantemente de acumular autoridad en mis escritos, teniendo en cuenta la experiencia y el juicio del lector. Quiero poder hacer una observación y que tengan confianza en mí, así que tengo que mostrar que soy un buen observador, que tengo cancha. Buena parte de esto lo puedo hacer con el lenguaje, con seguridad e informalidad. Pero también se puede malgastar la autoridad muy rápidamente. Una de las grandes motivaciones para lograr que todos los detalles sean correctos (por lo que hice que los campesinos leyeran el manuscrito de mi libro sobre el campo, y de que los cirujanos leyeran el manuscrito sobre la cirugía) es que no quiero perder autoridad. No quiero tener un sólo detalle equivocado".

La voz
Los nuevos periodistas de los años sesentas y sus críticos nunca llegaron a ponerse de acuerdo sobre el empleo de la primera persona en el periodismo. Los nuevos periodistas a veces se destacaron ellos mismos al violar aparentemente todas las reglas del reportaje objetivo.
Gran parte de la controversia sobre la primera persona en el periodismo ha sido explicada por el profesor David Eason, cuyos estudios sobre el nuevo periodismo definieron dos grupos. En el primero, los nuevos periodistas eran como etnógrafos que relataban "lo que estaba sucediendo ahí". Tom Wolfe, Gay Talese y Truman Capote, entre otros, no se incluían en sus escritos y se concentraban en las realidades de sus personajes.
El segundo grupo incluye a escritores como Joan Didion, Norman Mailer, Hunter S. Thompson y John Gregory Dunne, que veían la vida a través de su propio filtro, describiendo cómo se sentía vivir en un mundo donde se había debilitado la comprensión pública compartida del "mundo real" y de la cultura y la moral. Sin un marco externo de referencia, se concentraban más en su propia realidad. Los autores en este segundo grupo a menudo eran una presencia dominante en sus obras.
De una u otra forma, los críticos se divirtieron. Herbert Gold fustigó el periodismo de Norman Mailer y otros parecidos, al llamarlo "primer-personismo epidémico" en un artículo de 1971. Al mismo tiempo, Tom Wolfe, quien le ofrecía al lector una voz afectada, pero que nunca estaba como Mailer en el centro del escenario, pasó por lo opuesto. Wilfrid Sheed dijo que la distorsión producida por las interpretaciones de Wolfe era la razón de nuestro deleite. Debía dejar de aspirar a presentar un tema "como en realidad es " , dijo Sheed. Los nuevos periodistas , al parecer, tenían en sus obras demasiado de sí mismos o demasiado poco.
Los periodistas literarios mas jóvenes se han calmado, Al hablar con ellos, parecían preocupados por encontrar la voz correcta para expresar su material. "Cada historia tiene dentro de sí una, o tal vez dos formas de contarla", dijo Tracy Kidder. "El trabajo de uno como periodista es descubrir eso". Richard Rhodes dijo que luchaba por encontrar la voz correcta, pero que cuando lo lograba, la historia prácticamente se contaba a sí misma. Los periodistas literarios ya no se preocupan por el "yo", pero sí les conciernen las tácticas de una narración eficaz, que puede requerir la variable presencia de un "yo" de un escrito a otro.
La introducción de la voz personal, según Mark Kramer , le permite al escritor oponer un mundo a otro, jugar con la ironía. "El escritor puede asumir una postura, decir cosas que no se propone decir, implicar cosas no dichas. Cuando encuentro la voz apropiada de un escrito, ésta me permite jugar, y eso es un alivio, un antídoto contra el hecho de que las propias palabras lo vapuleen a uno", dijo Kramer. " La voz que admite el "yo" puede ser un gran don para los lectores. Permite la calidez, la preocupación, la compasión, la adulación, la imperfección compartida: todas las cosas reales que, al estar ausentes, vuelven frágil y exagerada la escritura".
Kramer estudió inglés en Brandeis y sociología en Columbia. Durante varios años, a fines de los sesentas, escribió para el Liberation News Service de Nueva York y para varias publicaciones de Boston. Capta la ironía rápidamente, trueca la conversación de un nivel a otro, pretendiendo a veces ignorancia, a veces estableciendo rápidamente su autoridad. Observa la agresión o la debilidad de los demás.
"Me parece que creo una clase de arquitectura diferente de la de la mayor parte de los periodistas", dijo Kramer. "Estructuro las cosas de manera que comento la narración, al comentar el mundo del lector, y también el mío; además, indico que mi estilo es consiente de sí mismo. Me siento como el anfitrión de una fiesta medio formal con invitados inteligentes, invitados que me importan".
Es mas frecuente que los reporteros de los diarios opaquen la voz en lugar de hacer que llame la atención, creando lo que Kramer llama la voz "institucional". como les digo a los estudiantes de reportaje, cuando un periodista de un diario toma una posición, los lectores asumen que es el periódico el que lo hace. Sin que el periódico los apoye, los periodistas tienen que descubrir en que forma pertenecen a su escrito en cuanto personalidades privadas. La decisión de un escritor de usar una voz personal con frecuencia surge de la sensación de que ya no se pueden dar por sentadas las costumbres y la moral compartidas por el público.
"Cuando uno ya tiene una comunidad moral con un público" , dijo Kramer, "si uno quiere seguir hablando sobre lo que es interesante, entonces es útil introducir al narrador. Aun en el caso de que haya muchos lectores diferentes, todos pueden decir: "Ah, sí, yo sé qué clase de tipo es éste: un intelectual judío, neoyorquino, liberal de izquierda". Si el escritor dice quién es y lo que piensa sobre algo, entonces ya es mucho lo que sabe el lector. Pero si se oculta, uno no cuenta con la ayuda de nadie. Hay que ver otras pistas, el nivel de su idioma y así sucesivamente".
La voz personal puede desconcertar tanto al escritor como al lector, pero éste puede ser precisamente el punto. La voz institucional de los periódicos puede sostener el reportaje sólo hasta cierto límite. Más allá, el lector necesita un guía, Sara Davidson cuenta que su transición del Boston Globe al periodismo literario no fue fácil. "Cualquier persona que haya salido de un periódico siente mucha timidez de incluso escribir la palabra "yo". No recuerdo cuando la usé por primera vez, pero fue sólo en un pequeño párrafo, un globo de ensayo. Entre más lo hice, más fácil resultó, y también descubrí que usándola podía hacer más. Me permitía imponerle el narrador al material".

La responsabilidad
La voz del escritor surge de su experiencia. La voz de Sara Davidson en "Propiedad raíz" se desarrolló mientras hacía un diario de su vida. Hay, sin embargo, riesgos al usar la voz personal, algunos de los cuales me explicó. Davidson vive ahora en las colinas de Los Ángeles. Al entrar en su oficina, me sorprendió ver un procesador de palabras BMI. parqueando en medio del cuarto como si fuera un Cadillac. Las cartas que me había enviado estaban escritas a mano. Ella escribe a mano y luego, para editar, pasa sus páginas manuscritas, garrapateadas con líneas y círculos, al procesador. El pequeño cuarto parece repleto con la impresora de alta velocidad, el computador y un contestador automático. Davidson es una persona cálida, dedicada a los sentimientos de las personas sobre las que escribí. Pero es una escritora ambiciosa, con la voluntad de trabajar duro en sus escritos y de exponerse a las consecuencias.
Ese espíritu tiene la tendencia a meterla en problemas. Davidson supo lo que era la responsabilidad después de escribir Loose Change, la historia de las vidas de tres mujeres durante los tumultuosos años sesentas, cuando los Estados Unidos pasaban por una revolución social. Ella era una de las tres mujeres del libro. En la universidad, en Berkeley, habían vivido en la misma casa. Después, cada cual siguió su camino: Davidson a Nueva York y al periodismo, otra al ambiente político radial de Berkeley, la tercera al afluente mundo artístico. A principios de los setentas, Davidson entrevistó a sus antiguas compañeras y reconstruyó sus experiencias para Loose Change. Cuando lo escribió a mediados de esa década, convergieron dos tendencias. En primer lugar, había descubierto que la gente respondía mejor cuando su forma de escribir era personal, y llenó el libro con detalles íntimos de su vida. En segundo lugar, en esa época llegó a su tope la tendencia confesional en el movimiento feminista; muchas mujeres estaban escribiendo en los términos mas directos sobre sus temores profundos y sus relaciones personales. "Creo que Freud dijo una vez que uno se debe a sí mismo una cierta discreción", me dijo Davidson. "Uno simplemente no revela al público todo sobre sí misma. Pero no era ahí hacia donde se encaminaban las mujeres. No hacían uso de la discreción. Todo era permitido y yo estaba llena de esas ideas. Escribí sobre mis padres y mi esposo y mis antiguos amantes, mi carrera y mi hermana, mis relaciones y el aborto y el sexo: sobre todo".
Les mostró los borradores de su libro a las otras dos mujeres involucradas y su esposo. Ellos partieron en la revisión. Pero cuando el libro fue publicado, la responsabilidad por esos temas íntimos se convirtió en tema de discusión. Davidson había cambiado los nombres de muchos personajes y de las dos mujeres, pero los amigos los reconocieron al instante. "De pronto, algo que estaba bien en el manuscrito no estaba bien al ser muy leído y al reaccionar la gente", contó Davidson. "Había una escena donde peleaba con mi marido y él me dada bofetada. Pues bien, empezó a recibir llamadas amenazantes de gente que lo acusaba de ser violento con su esposa. Es cierto, me abofeteó Pero ahora, de pronto, lo difamaban públicamente. A algunas de las personas que lo leyeron les pareció que era un monstruo. A una de las mujeres al ir por la calle se le acercaba alguien que le decía: "¡Dios mío, yo no sabía que a ti te hicieron un aborto en el consultorio de tu padre cuando tenías dieciséis años! Los parientes la llamaban horrorizados por haber revelado esa clase de cosa sobre ella y la familia. El hombre que había vivido con ella siete años lo consideró una grave violación de la intimidad y la confianza. Le dijo: "Yo no estaba viviendo contigo para que eso se volviera un hecho público. No estábamos viviendo nuestra vida como un proyecto de investigación". La otra mujer tenía un hijo de edad suficiente para que lo perturbaran las revelaciones de Davidson sobre la vida sexual de su madre y el retrato de su padre. La historia no se apagó, como un artículo de revista. La Literary Guild la escogió, tuvo una buena venta en libro de bolsillo y se convirtió en best-seller . Después hubo un programa de televisión basado en el libro.
"Se volvieron contra mí", dijo Davidson. "Muy comprensiblemente. No podían escapar. El asunto no se olvidó. es difícil describir su dolor. Las persiguió dos años. Lo que a mí me molestaba era haberles causado dolor a otras personas, a mi esposo, a las mujeres que vivieron un infierno".
Después de la publicación de Loose Change, Davidson decidió no volver a escribir de nuevo tan íntimamente sobre su vida. Si hubiera previsto el resultado, me dijo, habría escrito en cambio una novela. "Hubiera escrito exactamente el mismo libro. Habría dicho que era ficción. La gente dice que el hecho de saber que trataba sobre gente real aumentaba su apreciación y exaltaba su modo de verlo. Preferían que fuera no-ficción. Pero yo sé con certeza que nunca jamás volveré a escribir de nuevo tan íntimamente sobre mi vida, porque no puedo separarla de la gente que ha tomado parte en ella".
Este conflicto parece inherente a esa forma de escribir en la cual los autores trataban amistad con sus personajes. Davidson tiene seguramente el derecho de usar su propio diario (su propia vida) y de escribir con la intimidad que escoja sobre sus propias experiencias. El efecto en otros es otro asunto.
"Una cosa es que usted me cuente sobre su matrimonio con la intención de publicarlo", me dijo. "otra es para su esposa. ¿Qué obligación tenemos con ella? ¿O con sus padres? ¿O su hijo? ¿Qué le debe usted moralmente a alguien al decidir revelar cosas suyas que por lo general no se revelan?"
Otros escritores me contaron que usan el papel de periodistas profesionales con cierta ventaja, pero que nunca han escrito nada tan íntimo como Loose Change. McPhee me dijo que asume la posición del reportero con un cuaderno de notas abierto. La gente que entrevista sabe que está escribiendo para The New Yorker; y por lo tanto es responsable de sus revelaciones. Las reacciones de los escritos de McPhee son imposibles de predecir, de modo que no trata de controlar o moldear la reacción. En los dos años que trabajó en The Soul of a New Machine, Tracy Kidder trabó amistad con Tom West, el director del equipo de diseño de computadoras. Hacia el final, Kidder le mostró el manuscrito a Ewst. "No me habló por un tiempo, pero estuvo bien", dijo Kidder. "No me gusta hacer eso. Es doloroso. Si uno va a escribir un artículo largo, uno tiene que hacerse amigo de sus personajes. Hay que tener mucha frialdad al respecto. Cuando uno se sienta ante la máquina, la distancia se produce naturalmente". Muchos de los escritores con los que hable hacen que sus personajes firman permisos al principio de sus proyectos. Nadie quiere gastar tiempo con una persona que después se puede acobardar. Pero la firma en un documento es un permiso legal, no moral.
"Es obvio que si uno se embarca en un proyecto, la presunción es que uno no les debe nada", dijo Davidson. "Todo debe ser registrado. Todo lo que uno observa vale. Así es como yo lo he practicado. Todas las mujeres de Loose Change firmaron permisos.
Legalizaron el hecho de que me dieran este material. Emocional y moralmente, sin embargo, las cosas no siempre son tan claras".

Las máscaras de los hombres
Richard Rhoders estaba tendido a lo largo del sofá, mirando de arriba abajo una lista de términos. Su cara es ovalada y tiene el pelo rojo. Al hablar, sus ojos se pegaban a los míos. "Todas estas cosas son un enredo sin solución", me dijo. "Yo soy tan primitivo. No pienso mucho en la escritura como escritura". Rhodes ha vivido en Kansas City, Missouri, casi todos sus cuarenta y siete años. No había en su voz la lentitud nasal que yo esperaba, sin embargo. Ha pasado los dos últimos años investigando la historia de las armas atómicas para su libro Ultimate Powers.
A todos los escritores les había pedido responder a varios términos como descripción de su propio periodismo literario. Rhodes ojeó de nuevo la lista:
alcance histórico
atención al lenguaje
participación e inmersión
realidades simbólicas
exactitud
sentido del tiempo y el lugar
observaciones fundadas
contexto
voz

"Las realidades simbólicas", dijo Rhodes. "Mis ojos aterrizan ahí cada vez que recorro la página".
"Para mí eso ha sido de una importancia tremenda. La revelación de los asuntos trascendentales del universo, el sentido de que detrás de la información hay estructuras profundas, ha sido central en todo lo que he escrito. Ciertamente es algo central cuando se escribe sobre las armas atómicas, y estoy empezando a desenterrar algunas de esas estructuras profundas. No hablamos tanto sobre las armas nucleares como sobre el hecho de que el siglo XX ha perfeccionado una máquina total de muerte Producir cadáveres es muestra mayor tecnología".
"Eso es lo que quería decir en el prefacio de Looking for América cuando escribí que buscaba algo distinto, "La bestia en la jungla, las mascaras de los hombres". Quería decir que todo se muestra, que se muestra para todo el mundo. Eso es lo que persigo. No es hacer metáfora fáciles. No es sacra analogías para sostener un punto. Es mirar a través, escudriñar la información con la esperanza de ver lo que hay detrás".
Más que cualquier otro escritor que haya conocido, Rhodes tiene razón en buscar mediante la prosa las realidades simbólicas que hay más allá. Las "realidades simbólicas" tienen dos lados: el significado interno que la escritura tiene para el escritor, y las "estructuras profundas" mencionadas por Rhodes y que se encuentran tras el contenido de un escrito.
Rhodes pasó sus años de escuela secundaria en un asilo de niños cerca de Independence, Missouri. Su madre se había suicidado cuando era todavía un bebé y su padre, aunque casado de nuevo, había demostrado ser incapaz de sostener una familia de tres hijos. Rhodes fue a Yale con una beca y regresó a trabajar como escritor en Hallmark Cards de Kansas City. Vivió difícilmente diez años. Editó publicaciones internas y luego diez libros cortos para Hallmark, y escribió esporádicas reseñas de libros para The New York Times y el Herald Tribune. Animado por sus amigos literarios, firmó un contrato para un libro sobre el Medio Oeste, The Inland Ground. Después de firmar, se enfrentó al horror de tener que escribir el libro. No se sentía preparado. La inseguridad y la esterilidad literaria lo atormentaron. "Escribí dos capítulos, uno sobre la cultura en Kansas City y otro sobre un poderoso ejecutivo de una fundación. No tenía ni chispa ni unidad", dijo Thodes.
Se inscribió en una cacería de coyotes. "La violencia de esa experiencia abrió todo. Regresé, me emborraché y empecé a escribir ese capítulo. Salió, casi sin cambio, ebriamente, en un período de cerca de una semana escribiendo de noche, y yendo al trabajo todo el día al mismo tiempo". El capítulo se convirtió en "Muerte todo el día", qué está incluido en este libro.
"Tuve un sencillo de liberación, de descarga. Fue esa especie de cosa que les pasa a todos en el psicoanálisis, cuando de pronto se dejan ir. Tengo un amigo que es especialista en Kierkegaard. Lo visité hace poco, nos quedamos hablando hasta tarde, me hizo una pregunta sobre mi vida y dijo: "Ah, la historia". Tiene razón. En algún momento todo el mundo llega finalmente al punto donde cuenta su historia.
"Yo vivo repitiendo el mismo tema en todo lo que escribo (no conscientemente pero, al parecer, inevitablemente) sobre gente buena, normal, que de pronto se ve enfrentada a un mal diabólico o a un terrible desastre o tragedia y no sólo lo soporta sino que también, en cierto sentido, lo civiliza, crea reglas en torno a él, lo incorpora en su vida. No sé cómo funciona eso en mi caso, pero mi niñez fue bastante espeluznante".
Rhodes me contó una pesadilla recurrente que solía tener, en la que asesinaba a un bebé y lo enterraba en alguna parte. Había gente cavando en el área, y podían descubrirlo. El era, me dijo, el bebé. En "Muerte todo el día", el escrito en el que finalmente accedió a un material emocional, Rhodes menciona que los coyotes que cazan son "del tamaño de unos niños chiquitos".
"De niño tuve que pasar una cantidad de tiempo sin hablar. De derecho, recuerdo unas cuantas ocasiones en que mi madrastra se estaba preparando para educarnos a mí y a mi hermano con algún objeto oportuno, un bate de softball o un mango de trapeador, y yo me encontraba parado en un rincón tratando de volverme invisible. Acumulé una vida entera de observaciones basadas en experiencias como esas. La bomba atómica para mí es claramente un símbolo de esa rabia: el poder de destruir el mundo, que de algún modo los niños piensan que es posible hacer". Escribir tiene aquí una utilidad: no toma el lugar de una terapia, sino hace que la ira y la pasión tengan una utilidad moral y social.
Otros escritores evitaron la frase "realidades simbólicas". Kidder la rechazó completamente. Le sonó como una capa de pintura en un escrito, añadida después para alcanzar responsabilidad académica. Kidder encontró otros términos para hablar sobre la misma cosa. "Pienso en ello en términos de resonancia", dijo. "La concepción de Soul of a New Machine era comunicar algo sobre la totalidad mirando una de sus partes, permitir que ese equipo de diseñadores de computadoras representará a otros equipos. Usualmente las mejores obras literarias se adhieren de cerca a lo particular. Uno pulsa la cuerda de una guitarra y otra vibra".
Como Kidder, John McPhee quiso evitar colocar su obra dentro de categorías. Sería injusto, por supuesto, limitar la obra de cualquier escritor de esa manera. Richard Rhodes no escribe solamente sobre gente buena enfrentada a desastres. Encontrar ese simbolismo en un escrito de un periodista literario no caracteriza toda la obra. McPhee sugirió que esa clase de caracterizaciones es tarea de los académicos (me miró de soslayo al decirlo), pero luego reveló un secreto parecido sobre su propia obra.
"En realidad, hay una cantidad de ideas que pasan frente a uno", dijo McPhee. "Una gigantesca corriente de ideas. Qué hace que alguien escoja una en lugar de otra? Si hago una lista de todas las obras que he hecho en mi vida y pongo una marca frente a las cosas relacionadas con intereses y actividades que tuve antes de los veinte, acabaría con una marquita junto a más del noventa por ciento de las obras. No es un accidente.
"Paul Fussell dijo que escribió sobre la Primera Guerra Mundial como una manera de expresarse sobre sus propias experiencias en la segunda. Esto tiene un completo sentido. ¿Por qué escribí
sobre tenistas? ¿Por qué escribí sobre un jugador de básquet? ¿Por que someter a escrutinio esta persona y no aquella? Porque uno tiene algún interés personal relacionado con la propia vida. Este es un tema importante respecto a los escritores de cualquiera".
Después de pasar varios meses entrevistando a escritores, cargando con mi lista de características y preocupaciones del periodismo literario, las entradas parecían mecánicas. Sólo sumérjase en un tema, encuentre una buena estructura, use tal vez algunas de las técnicas de Tom Wolfe para documentar "la vida de status" y escribir escenas, ¿y entonces qué? ¿Será eso el periodismo literario?
Llegué a dudar de que cualquier cosa fuera tan segura. En última instancia, todo el mundo con el que hablé daba vueltas en torno a un asunto difícil. Los escritores hablan con facilidad sobre técnicas, pero como a todos nosotros, les parece difícil explicar sus motivaciones. A veces nos acercábamos tanto que yo podía sentir al artista detrás de la página. Sara Davidson estaba hablando sobre la creación de narraciones fuertes, en las que el lector compra un tiquete en el primer párrafo y tiene que hacer el viaje. Se detuvo para meditar por un momento y dijo: "Yo ni siquiera estoy segura de cómo se hace esto. Hay ciertos trucos, pero no creo que sea cosa de trucos. Creo que tiene mucho que ver con la sensibilidad. Una vez le pregunté a Philip Roth si él pensaba que podía crear un mayor sentido de intimidad usando la primera persona. El dijo que creía que era la urgencia y la intensidad con la que se apropiaba y asía el material, pudiendo así arrastrar al lector a su mundo. Creo que tiene algo que ver con la sensibilidad del autor".
Un par de años antes, no mucho después de conocerlo, Mark Kramer también había tratado de explicar el meollo de las diferencias entre el periodismo literario y las formas normales de la no-ficción. "Todavía me excita la forma del periodismo literario", dijo. "Es como un piano Steinway. Sirve para todo el arte que pueda uno meterle. Uno puede poner a Glenn Gould en un Steinway y el Steinway sigue siendo mejor que Glenn Gould. Es lo bastante bueno para dar cabida a todo el arte que yo pueda poner en él. Y algo más".

1. Panhandle: Trozo largo y estrecho de territorio de un estado, en este caso Texas, que se interna en el de otros en forma de cuña (N. del T.)
2. Gorp: mezcla de semillas de soya y de girasol, avena, pretzels, cereal de trigo, uvas pasas y algas marinas. (N. del T.).

miércoles, 19 de agosto de 2009

Diario de ciudad o bitácora de viaje

CUADERNOS DE KABUL

RAMÓN LOBO


Kabul 11/08/2009
El tráfico
El enviado especial de EL PAÍS inicia su diario de campaña para las elecciones presidenciales en Afganistán

La capital de un país acostumbrado a las guerras es una ciudad sucia y caótica tomada por el tráfico y los bocinazos. Se nota que no existe la costumbre de seguir las normas porque nadie respeta las escasas señales que quedaron en pie ni las direcciones únicas. El deporte nacional en el centro de Kabul es torearse los unos a los otros a bordo de unos coches desvencijados sin colisionar ni derribar a ciclistas y peatones. Es agosto y el calor resulta denso y seco. Pesa. No hay industrias pero en el aire flotan partículas procedentes de alguna contaminación mal digerida y de los coches que escupen vejez por los tubos de escape. Algunos llevan el volante a la izquierda, como en España; otros, a la derecha, como el Reino Unido. Es su sello de procedencia: Pakistán, donde el Imperio británico dejó legados culturales tan rentables como un parque automovilístico cautivo para su industria nacional.
El aterrizaje es espectacular, enmarcado por enormes montañas que parecen plegadas en una maqueta de cartón piedra. El avión se mueve entre ellas, como si jugara. Al fondo, el imponente Hindu Kush nevado, una cordillera que atraviesa el país con elevaciones por encima de los 7.000 metros. Qué belleza generan los lugares donde no llegan las balas, la ambición ni la guerra de los hombres.
El aeropuerto, rehabilitado con donaciones procedentes de Japón, es pequeño y limpio. Hay muchos policías en actitud ociosa. Alguno lleva chanclas. Tres agentes abruman entre risas de macho a tres azafatas con la excusa de unos formalismos no cumplidos. Si de su disposición dependiera la guerra con los talibanes, la derrota sería inapelable y rápida.
Tras pasar el control de pasaportes hay que inscribirse en un registro de extranjeros. Es para los periodistas que llegan para cubrir las elecciones. Piden dos fotos a cambio de un carné. No cobran dinero. Debe ser la inocencia.
En Afganistán gustan mucho los papeles y las fotos de carné. Lo primero es herencia del comunismo y su obsesión por el control absoluto. Las fotografías son parte del progreso en el mundo de la imagen. Se exigen para casi todo; también para vender una tarjeta para el teléfono móvil.
El hotel es pequeño, una guest house. Parece discreto y con precio que se ajusta a las exigencias de la crisis. Está lejos de los fortines de cinco estrellas tomados por los contratistas, uno de los posibles objetivos de los talibanes. El primer día es importante ser cauto y dedicar tiempo a informarse, a tomar las medidas y garantizarse un buen guía-traductor. Kabul, pese a su fama de violenta, parece una ciudad segura. Más allá de esta burbuja habitada por militares de la OTAN, funcionarios de la ONU, diplomáticos, empresarios, espías y decenas, si no cientos, de ONG y agencias humanitarias, está la guerra, el enemigo real e invisible, el peligro. Las ciudades como Kabul, Herat, Mazar-i-Sharif son islas fortificadas frente a un mar de tiburones. Hay 101.000 soldados extranjeros para un territorio que supera los 600.000 kilómetros cuadrados. Una empresa de vigilancia imposible.
Decía José Carlos Rodríguez Soto, un misionero que conocí en el norte de Uganda, que la paz que permanece es la que se logra con la negociación y no mediante la fuerza. Para entender las dificultades culturales en Afganistán, les recomiendo ver (o volver a ver) una película soberbia: El hombre que quiso reinar (The man who would be King) de John Huston. Está basada en una novela de Rudyard Kipling y cuenta con dos grandes interpretaciones de Sean Connery y Michael Caine.


Kabul 12/08/2009
La seguridad y el miedo
Quien inventó el miedo inventó el negocio. Y la guerra es uno de los mejores para los que no hacen cuentas con la conciencia. Kabul, como antes Bagdad, se está llenando de guardias privados armados hasta los ojos (exhiben gafas de sol antibalas, o eso dice el prospecto), muros de hormigón, barreras de seguridad, mojones rellenos de cemento y toda suerte de artilugios contra el coche bomba y el talibán suicida. Protegen embajadas, centros de la ONU, ministerios afganos y cualquier vivienda y negocio público o privado que tenga pedigrí para ser atacado. El pánico se desató en julio de 2008, tras el atentado contra la legación de India en el que murieron más de 40 personas, y no parece ceder.
Al caótico y ruidoso tráfico kabulí no le sientan bien las calles cortadas por sorpresa ni los cierres a la circulación para garantizar el tránsito sin sobresaltos de alguna autoridad embutida en un convoy de sirenas. Los decibelios miden el prestigio, pero también son una señal perfecta para los malos, que aguardan una oportunidad para golpear. Tanto trasiego y arbitrariedad exaspera a los civiles, que meten a todos en el mismo saco.
Los diplomáticos y el personal humanitario viven en una burbuja dentro de la burbuja que es Kabul, una isla varada en medio de un país en guerra. Sus expertos de seguridad les han impuesto un toque de queda y limitado tanto los movimientos que no pueden salir solos ni pasear por la calle. Hay zonas para la excepción, como Chicken Street, donde se agolpan las tiendas de postín (por decir algo), que en la paz serían las típicas para turistas.
Escasos son los lugares cien por cien seguros y demasiados los extranjeros aburridos con ganas de farra tras una tediosa jornada laboral. Su concentración en pocas salas es una invitación al enemigo, como el ulular de las sirenas de las caravanas vip. Los talibanes ya han señalado a uno: el disco bar Atmosfer. Al parecer, un antro de perdición. Habrá que ir.
La mayoría de los periodistas que carecen de asesores de seguridad se mueven con bastante libertad y sin sensación de riesgo aparente durante el día. Cada uno, aconsejado por su intérprete-chófer, se limita a aplicar el sentido común. Los guías se saludan entre ellos con una sonrisa de oreja a oreja. Es el maná de dólares que les ha traído la democracia (perdón, las elecciones del 20 de agosto) lo que les pone contentos. En un país tan pobre hacen cuentas de rico.
Los restaurantes de comida popular, con sus pinchos de cordero y arroz con pasas, se empiezan a poblar de informadores extranjeros armados con libretas (las cámaras de televisión y fotografía siempre son un problema para el disimulo). La gente es muy amable. Los de más edad son ceremoniosos y saludan al extranjero con una leve inclinación de cabeza y la mano derecha junto al corazón. Los jóvenes, curiosean y sonríen. Nadie pregunta por el origen de la carne ni por las condiciones de salubridad. En Afganistán están acostumbrados a morirse de todo antes de que les llegue la gripe A.
Aunque el blanco es sólo un extranjero, sin más adjetivos ni nacionalidades, las conversaciones conducen a la confianza y ésta al interés: ¿Australiano?, pregunta el dueño del restaurante. "No, de España". El hombre pone los ojos en blanco, como si rebuscara en el disco duro de su memoria inundada de guerras y desgracias, y exclama feliz: "¡Barcelona! Kaká".


Kabul 13/08/2009
Desagradable recordatorio para los testigos de la guerra
El enviado especial de EL PAÍS habla del atentado sufrido por el fotógrafo Emilio Morenatti y las formas de trabajar de un periodista en un conflicto armado

La noticia del atentado sufrido por el fotógrafo Emilio Morenatti y el camarógrafo indonesio Andi Jatmiko en una carretera de Kandahar ha conmocionado a la creciente colonia de periodistas en Kabul. Estas cosas siempre son un desagradable recordatorio, como cuando se hunde un pesquero o se produce la explosión en una mina. Cada profesión tiene sus miedos y sus fantasmas.
Morenatti ha perdido un pie, pero no las ganas: era él quien animaba a su mujer, Marta Ramoneda, tan fotógrafa como él, en una conversación telefónica poco antes de su evacuación a Dubai. Su empresa, Associated Press (AP), ha anunciado que no escatimará en su recuperación y que Emilio tendrá acceso al mejor tratamiento ortopédico. Hace bien AP, pues necesita de grandes reporteros en tiempos en los que no sobra el talento. Mejorar la sensibilidad ha costado varias desgracias. Ocho entre los españoles: Juantxu Rodríguez (Panamá), Jordi Pujol (Bosnia-Herzegovina), Luis Valtueña (República Democrática de Congo), Miguel Gil (Sierra Leona), Julio Fuentes (Afganistán), Julio Anguita Parrado (Irak), José Couso (Irak) y Ricardo Ortega (Haití).
Hay tres formas de estar en una guerra como periodista: por libre, empotrado con uno de los combatientes y en un hotel bebiendo whisky y zapeando por las televisiones globales. De estos hay poco que decir. De los que pisan la calle, todo; los plumillas buscan historias y los fotógrafos y camarógrafos, imágenes. No hay otra opción. Pero nadie, ni los que van por su cuenta ni los que viajan con una parte, que también son libres, tienen acceso a la película completa. Solo hay que ser honesto y reconocer las limitaciones.
Siempre han existido empotrados. Algunos, como Ernie Pyle, escribieron crónicas maravillosas en la II Guerra Mundial, y dejaron frases que son el resumen exacto de lo que significa este oficio: "Yo no sé nada de la gran película, sólo veo a soldados cansados y sucios que están vivos y tienen miedo a morir", escribía en Brave Men.
Cada guerra tiene sus héroes. A veces son soldados; las más, civiles, y el trabajo de gente como Morenatti es estar allí. Ser testigo. Aunque cueste.
En Irak, y sobre todo en Afganistán, donde las condiciones de seguridad son escasas y las carreteras peligrosas, el empotramiento garantiza excelentes historias e imágenes y un cierto grado de protección. ¿Una forma de control? La era de Internet es el antídoto. Solo es información veraz desde más ángulos.
Los norteamericanos son extremadamente profesionales con la prensa. Entienden su trabajo y su responsabilidad como militares ante la sociedad civil que les paga y sostiene. Vietnam les enseñó cómo se pierde una guerra desde la información. Todos los periodistas que se empotran eligen a los estadounidenses y, a veces, a los británicos. Los otros ejércitos con tropas en Afganistán prefieren mantenerse lejos de las miradas de los periodistas y ocultarse ante sus opiniones públicas. Sabrán por qué.




Kabul 14/08/2009
Hoteles, Kapuscinski y la competencia
El enviado especial de EL PAÍS explica la importancia del alojamiento en zona de guerra y la necesidad del compañerismo

Ryszard Kapuscinski tenía una manía en sus viajes: personalizar la habitación del hotel en la que iba a pasar tiempo durante una cobertura informativa. A veces, le bastaba con desplegar unos pocos objetos por la mesilla de noche y la mesa de trabajo para que ese lugar extraño, frío e impersonal empezara a transformarse en un sustituto del hogar capaz de que mitigar la soledad.
En una zona de conflicto, elegir bien el hotel es esencial: puede salvar la vida y hacer agradable el trabajo. La electricidad para el ordenador y los cargadores de las cámaras siempre son más importantes que el agua.
En Kabul, los periodistas extranjeros se han repartido en hoteles pequeños. Todos huyen de los grandes como el Intercontinental y el Serena porque existe la sensación de que los talibanes van a intentar algo sonado dentro de Kabul antes de las elecciones. Se suceden las bromas sobre la cercanía de las habitaciones a los muros exteriores y la exposición de su inquilino a un posible coche bomba. El humor negro es una forma de espantar los miedos y de pasar el rato. Aunque las nuevas guest house están haciendo su agosto, se mantienen en unos precios aceptables. No hay inflación de avaricia. Después lo compensan con algún exceso en el cobro de las cervezas turcas Effes Pilsen.
El mío dispone de aire acondicionado, agua más o menos caliente (aunque tiene sus momentos: de repente helada; de repente, ardiendo), buena conexión wifi y televisión por satélite en la que es posible ver todos los canales árabes del mundo, que tienen su punto cuando te acostumbras.
Recuerdo la primera llegada al Holiday Inn de Sarajevo en abril de 1993. Dos de las cuatro fachadas eran inservibles, pues daban al frente: habitaciones quemadas, ventanas arrancadas de cuajo, agujeros de bala en las paredes. En las otras dos fachadas vivían los periodistas extranjeros. No había agua ni luz (ni ascensores) y los precios competían con los mejores hoteles de París. En aquella época transmitir una crónica era una pesadilla. El periodista debía dedicar varias horas al proceso. Las agencias de prensa extranjera disponían de satélites, entonces unos aparatos enormes que necesitaban de varias personas para moverlos, a los que sacaban gran rentabilidad: 40 dólares el minuto. Este periódico se dejó un buen dinero en aquella cobertura informativa que duró tres años y medio.
Los hoteles de periodistas tienen cierto sabor, pero no se parecen al de El Americano Impasible. La realidad siempre se queda corta frente a la imaginación de Hollywood, al menos en ciertas cosas. Se bebe poco, al menos en sitios como Kabul, y se habla demasiado. Cada uno cuenta sus batallitas, que son las mismas de la última cobertura. Nadie menciona sus reportajes en marcha ni de las crónicas a punto de cocción. Sólo se charla de lo ya publicado. Hay un compañerismo que supera las diferencias ideológicas y empresariales de los medios y suele haber ayudas en las desgracias informáticas. La competencia no es poner zancadillas.
Recuerdo una anécdota de dos célebres periodistas deportivos norteamericanos que siempre coincidían en todos los eventos. Una vez, uno de ellos llegó tarde al partido, quizá de béisbol, por un problema de tráfico. Tras sentarse, preguntó al compañero: "¿Me he perdido algo?" El rival informativo le narró con detalle todo lo que había pasado. Sorprendido por su generosidad, dijo: "¿Por qué me lo cuentas todo tan bien si somos competencia?". El primer periodista le miró, sonrió y dijo: "La competencia, querido, empieza en el momento en que nos ponemos a escribir".


Kabul 15/08/2009
Los niños que quieren ser médicos
El enviado especial de EL PAÍS relata la situación de los jóvenes y niños en Kabul

La ciudad vieja de Kabul, al otro lado del monte de la televisión, huele a polvo y arena. En 2001 parecía Grozni o Dresde: una alfombra de edificios derruidos en los que no cabía una bala ni un muerto. Ocho años después han surgido viviendas y mansiones de nuevo rico y pésimo gusto (milagros en un país que produce el 93% de la heroína mundial), que con sus ventanas reflectantes verdes parecen platillos volantes a punto de despegar. Ojalá lo logren.
Cerca de la universidad, en la que en los años setenta estudiaron la mayoría de los criminales de guerra que después destruyeron la capital y el país, se halla el cine-teatro de Kabul. Solo queda en pie su esqueleto y la memoria de unos pocos. Eran tiempos de pobreza y tolerancia en los que se veían películas indias en tres pases por día y la gente se agolpaba en el exterior para comprar su entrada. Hoy solo quedan las sombras, la pobreza y una sensación colectiva de que nada volverá a ser como antes.
Detrás del cine, que pronto desaparecerá para dejar paso a una calle más ancha en dirección a ninguna parte, se divisa un parque de escombros presidido por un viejo ministerio de la época soviética. Ahora, es el lugar favorito de los jóvenes para fumar algo más que tabaco y para jugar a la ruleta rusa con las jeringuillas prestadas. Su hora de despegue es el atardecer, un mal momento para darse una vuelta. Los clientes andan escasos de dinero y sobrados de ansiedad. Parece un túnel del tiempo.
Bagha Bala escala por una ladera del monte que divide la ciudad vieja de la nueva. El barrio se concentra en una red de viviendas ilegales. Parece un proyecto de las favelas de Río de Janeiro. En ese arrabal tan pobre muchos niños quieren médicos. Dicen los adultos que es influencia de una serie india que causa furor en las parabólicas de Kabul. Una idea para la nueva estrategia de Obama en Afganistán: la buena televisión podría hacer más por cambiar la mentalidad que 100.000 soldados estadounidenses vestidos en Coronel Tapioca pegando tiros por el Valle de la Muerte, fronterizo con Pakistán.
En casa de Amin Yusuf he conocido a su mujer Gul Makai. Llevan 45 años casados. Su relato está repleto de fuerza y dignidad. Y esperanza. Amin dispone de 120 dólares mensuales para alimentar a una prole -entre hijos, nietos, sobrinos y añadidos- de 45 personas. Gul Makai ha conversado con el extranjero y le ha dado la mano, prueba de una enorme aceptación. Al llegar a su casa se ha quitado el burka azul con el que sale a la calle y se ha colocado un pañuelo blanco sobre el cabello. Su nieto también quiere ser médico. Incluso a su edad, 12 años, sabe la especialidad: internista. "Lo que sucede es que ven a los médicos y enfermeras llevar una vida normal y quieren ser como ellos".
Gul Makai es la encargada de hacer juegos malabares con las finanzas de la casa. Podría ser ministra en el país de la corrupción y el dispendio. Se casó a los 15 años. Su madre, como manda la tradición, le eligió marido. "Creí que se trataba del hermano, que es de piel oscura y muy feo. Un día vi a Amin en su coche y mi madre me dijo: 'Ese es tu esposo'. Creo que de la alegría me dio me enamoré enseguida. Llevamos 45 años juntos y pese a que somos muy pobres he sido muy feliz".



Kabul - 16/08/2009
El bar que odian los talibanes
El enviado especial de EL PAÍS relata el ambiente que se vive en las calles y locales de Kabul

Rugula tuvo poco trabajo ayer en la barra de L'Atmosphere, el bar-restaurante de Kabul que los talibanes han señalado como candidato a ponerle una bomba. Para los radicales se trata de un antro de perdición intolerable: vende alcohol y las mujeres occidentales se desvisten hasta el bikini para sumergirse en la piscina y combatir el calor seco de esta ciudad. Tras el atentado en la puerta del cuartel general de la OTAN, los extranjeros, que son los clientes habituales de L'Atmosphere, no estaban para bromas y decidieron quedarse en sus casas.
El barman mata el aburrimiento navegando por Internet sentado bajo un cartel en el que se anuncian algunas de las excelencias de la casa: mojito y Bloody Mary, todo a 350 afganis, algo más de siete dólares. Rugula asegura que L'Atmosphere nunca ha tenido problemas desde que se inauguró en 2003 y que no hay miedo a los talibanes pese a las amenazas: "En Kabul hay muchos los objetivos posibles".
En la calle, un retén de policía y un par de guardas de seguridad afganos vestidos de civil reciben al extranjero. No hay carteles ni anuncios. El acceso al restaurante parece arrancado de las películas de Chicago de los años 30. Tras golpear con los nudillos se abre la mirilla de la puerta de hierro y en ella asoman unos ojos que escrutan al candidato. Una vez al otro lado, el hombre revisa sin exceso de celo la mochila y cachea el cuerpo del candidato a cliente. "Lo siento", dice a modo de disculpa por las molestias causadas cuando termina. El extranjero responde algo pomposo: "Es por nuestra seguridad".
Tras pasar este segundo control hay que caminar por una especie de túnel dentro de un contenedor protegido por una variación de sacos terreros. Un tercer guarda franquea el paso a un hermoso jardín repleto de mesas puestas con elegancia y butacones tapizados en rojo. Hay árboles, pero no clientes. Resulta un sitio agradable. Huele a besos furtivos y a pecado. "Hoy no ha venido nadie", explica Mohamed, que trabaja de camarero. "Es por la bomba. Normalmente a estas horas muchas mesas están ocupadas".
Un hombre delgado con pinta occidental lee un libro despreocupadamente delante de la piscina. Parece Clint Eastwood antes de un duelo. Un par de trabajadores de la casa siguen en la televisión la noticia del ataque contra la sede de la OTAN. El aparato de treinta y pocas pulgadas es más pequeño de lo que aseguraban algunos de los amigos que acuden al restaurante para ver partidos de Premier y la Liga española. ¿Fútbol? ¡Otra depravación a añadir en la lista de los intransigentes! Cuando ellos mandaban en la capital antes de 2001 prohibieron todo: cine, televisión, música y el vuelo criminal de las cometas. Rugula comenta que además del alcohol, a los talibanes no les gustan los extranjeros.
La Unión de Cortes Islámicas hizo lo mismo en Somalia al conquistar Mogadiscio en junio de 2006. Tras imponer la paz por las armas, algo que agradeció una población exhausta sometida a la guerra desde 1991, empezaron a tirar de boletín oficial islámico para prohibir todo. Nadie dijo nada de los excesos rigoristas hasta que vetaron las retransmisiones de los partidos de fútbol. Mal asunto durante el Mundial de Alemania. Hubo manifestaciones y algunos muertos. Este tipo de silencios selectivos también se dieron en el Afganistán de los talibanes pero afectaron a Occidente. Hubo más protestas por la voladura de los budas de Bamiyan que por el trato denigrante de la mujer. Lo llaman sensibilidad cultural.



Kabul - 17/08/2009
Oficios de pobreza alrededor de un Kebab
El enviado especial de EL PAÍS echa un vistazo a los tipos alrededor de cualquier restaurante de Kabul

Los restaurantes de comida afgana en Kabul no tendrían mucho éxito en España y hasta es posible que las autoridades sanitarias los clausuraran por falta de higiene. Se trata de un problema de umbrales. El de la pobreza, por ejemplo: el 42% de los afganos vive en la miseria. Para muchos ya es un milagro poder cenar el nan-i-afghani (pan afgano) acompañado de una taza de té negro. Los pinchos de Kebab, sean de cordero, ternera o pollo, de los comedores públicos son un lujo inalcanzable. Comer cuesta 250 afganis (cinco dólares). También hay un problema de percepciones: lo que al Primer Mundo le parece sucio al Tercero le resulta un delicatessen.
Por alguna razón -económica o de soledad, quién sabe- los comedores públicos afganos tienden a agruparse en calles concretas haciéndose la competencia codo con codo. Se distinguen por la suma de las humaredas que levantan los encargados de girar los pinchos hasta lograr el punto de brasa exacto. Todo un arte. No hay extranjeros debido a la psicosis de miedo creada por los expertos en seguridad, una de las profesiones del mundo que generan más inseguridad. Los clientes de las mesas cercanas buscan en seguida conversación con el recién llegado. No se percibe hostilidad alguna. Comen con los dedos de la mano derecha ayudados de trozos de pan. Los que proceden de las provincias se sientan sobre la silla en cuclillas, como si estuvieran en el suelo. No se vende alcohol. El aparato de televisión sólo sirve para escuchar música con el volumen alto. La cantante con menos ropa es de Tayikistán, que debe ser el Perpignan de los tayikos afganos.
Alrededor de estos restaurantes se mueve empleo indirecto. Decenas de niños dejan de ir a la escuela para fregar los coches que aparcan a cambio de 50 afganis (un dólar). Otros niños venden chicles de marca norteamericana, pañuelos de papel y tarjetas de telefonía móvil sin tener mojarse las manos. Son la clase media de la pobreza. Junto a ellos, una nube de mendicantes, la mayoría mujeres cubiertas por el burka.
Nadie intenta dar limosna a la que entra en el restaurante. Es como si fuera un fantasma azul. Tiene las uñas pintadas de un rosa descolorido por el tiempo. Un comensal le ofrece dos trozos de pan afgano y un cuenco con judías. La mujer de las manos jóvenes lo coge y musita: "Thank you".
Un policía se balancea chulesco por la acera. Viste una camisa blanca que debe de hacer semanas que no conoce jabón. Muestra una prominente barriga, como casi todos los policías de tráfico. En eso existe una gran uniformidad. Gana el equivalente a 40 dólares al mes y en esas rondas cerca de los restaurantes trata de arrancar una pequeña mordida con cualquier excusa. A veces no es necesario descubrir una falta porque el dueño del negocio lo invita a pasar. El agente debe de llegar hambriento porque con la primera cucharada de sopa se ha echado encima una mancha que al limpiarla se ha extendido. El hombre que se sienta a mi lado encoge despacio los hombros como si ese movimiento llevara escrito todo un discurso sobre Afganistán, un país destruido por 30 años de guerra y siglos de ignorancia y fanatismo.




Kabul - 18/08/2009
El niño del zoo quiere volar
El enviado especial de EL PAÍS visita el zoológico de Kabul, el único sitio de Afganistán donde sus pobladores no saben de la guerra

El zoológico de Kabul es tan pobre como el país que lo acoge. El taquillero Freidum está sentado al otro lado de la ventanilla sobre una silla desdentada. Extiende ceremoniosamente dos entradas como si en ese gesto descansara la esencia de un Estado que se esfumó. Sonríe tras ser acusado de discriminación positiva: el acompañante local paga 10 afganis (20 centavos de dólar) y el extranjero, 100 (dos dólares). "Los viernes vendo más de 1.500 entradas; el resto de los días viene menos gente", explica. "En la época anterior, los talibanes venían mucho a ver los animales, pero siempre sin sus esposas. En eso han cambiado las cosas, ahora vienen mujeres con sus hijos".
Nada más entrar se alza la estatua imponente del león Marjan, la estrella del zoológico durante décadas y que aún lo es siete años después de muerto. Era el símbolo de la ciudad, un superviviente de todas las guerras y de todas las hambrunas. Su físico representaba la imagen de un país mutilado: cojo y tuerto debido a una granada de mano que le arrojó un joven para vengar la muerte de su hermano, un idiota que días antes saltó la verja y bajó a importunar a Marjan, que se lo tomó como se toman los leones estas cosas: mal.
No hay muchos animales. Es la hora de la siesta y los pocos que se mueven en sus jaulas merecerían la atención de alguna ONG. El zoo tiene gansos, gacelas, cabras, un nuevo león que, dados los precedentes de Marjan, sale poco a su jardín, buitres, lobos y monos. Éstos son los únicos que no parecen darse cuenta de la situación ambiental, dedicados a subir y bajar a la carrera de sus falsos árboles mientras alguno despistado aprovecha para rascarse la entrepierna con ritmo. Tampoco los ocho osos que juguetean por un canal de agua sucia saben que esto es Afganistán, que el jueves se celebran unas elecciones históricas -como todo lo que sale por la televisión global- y que los talibanes han amenazado con volar todo lo que se pueda volar.
Junto a la jaula del mono pajillero se encuentra Omar, un aguador de 10 años. Se mueve entre los visitantes ofreciéndoles agua en un vaso viejo de latón. En la otra mano lleva un termo que llena cinco o seis veces. Le funciona la sonrisa. Omar cobra un afgani por trago. En los días buenos consigue una caja de 15 (30 centavos de dólar). Para lograr esta fortuna que lleva a casa para ayudar a sus padres necesita cinco horas de trabajo. A la una se va al colegio hasta las cuatro. Le gusta estudiar porque quiere ser piloto de aviones. Cuando se le pregunta qué países le gustaría visitar, responde con una sonrisa aún mayor: "¡Panshir!", un hermoso valle cerca de Kabul. ¿Y más lejos que el Panshir? Omar deja en el suelo su termo de agua, se rasca la cabeza consciente que el momento es grave, y dice: "No sé qué hay más lejos".


Kabul 19/08/2009
Furia religiosa contra el cine
El enviado especial de EL PAÍS regresa al Parvan Cinema de Charicar, abandonado y decrépito recuerdo de otra época

En Charicar, un bullicioso pueblo tayiko a los pies del valle del Panchir, es día de mercado. En víspera de la fiesta nacional afgana, que se celebra hoy, hombres, mujeres y niños ocupan sus calles como otros hombres, mujeres y niños del Primer Mundo ocupan las suyas limpias y asfaltadas en los días previos a la Navidad. Estos, con su pobreza absoluta y un halo de dignidad; nosotros, con una insoportable desmemoria sobre la nuestra, que es de antes de ayer.
Los vendedores de Charicar no vocean la mercancía, que debe ser de mala educación. La exponen en sus locales, unos diminutos cubículos de hierro. Los comercios de las especias perfuman la calle de aromas exóticos en un duelo intenso y secreto con los aceites y gasolinas de escasa calidad que escupen los coches al pasar. Hay relojeros, barberos, zapateros, fabricantes de ollas, carniceros, cambistas... Decenas de oficios que comparten metros y bullicio.
Dos policías que protegen el mercado no parecen nerviosos por las explosiones de Kabul, inmersos en el estudio científico de la mejor manera de coronar su todoterreno artillado con una enorme sombrilla de colores. Debe ser que en asuntos de guerra, la solana nubla la vista y yerra los objetivos. Que se lo digan a los pilotos de los aviones estadounidenses.
Hay trajín en la parada de los carromatos coloreados que sirven de taxi de distancias cortas. En las tiendas del lado izquierdo se empeñan en ofrecer a la venta unas cuerdas verdes que nadie parece comprar.
Más arriba, alejándose de las especias y los tubos de escape, se llega al Parvan Cinema. Es el único cine de Charicar. Fue destruido por los talibanes hace 10 años y así sigue, roto, abandonado y decrépito, sin que ninguna organización gubernamental o extranjera considere importante su rehabilitación. En un país con tanta guerra, pobreza, desempleo y machismo parece una provocación fomentar los sueños de gentes a las que les pesa tanto la realidad.
El patio de butacas, que tenía capacidad para 400 personas y desde el que se vieron grandes películas indias y alguna estadounidense menor, como Rambo, es un amasijo de sillas oxidadas a las que les robaron la madera. Fueron pateadas una a una en 1999 por la furia religiosa y rociadas después con gasolina por los hombres del turbante. Hoy todo huele a orín, excrementos y basura.
En el anfiteatro donde se situaban las mujeres sin la burka para no ser observadas tampoco queda rastro de los viejos proyectores rusos que hace ocho años trataban de reconstruir Jasralá y Kajam, expertos en reparar aparatos de radio. No hay noticias de ellos. Ni de Anwar, que acabó en prisión por el delito de poner películas. En las tres sesiones diarias del Parvan Cinema la gente se agolpaba en los pasillos. Recuerdo que Kajam contaba entonces cómo algunos de los espectadores trataban de escapar espantados de lo que sucedía en la pantalla por miedo a ser pisoteados por un elefante.
El Parvan Cinema fue también teatro-escuela infantil. Los niños y niñas de las escuelas acudían a representar sus pequeños dramas y comedias y a entonar sus himnos patrióticos. Hoy nadie aprende a cantar y a soñar. Parece que todos en Afganistán se cansaron de tener esperanza en un futuro que nunca llega.

NOTA: CONSULTAR LOS DIAS SIGUIENTES, EN EL DIARIO EL PAIS, DE MADRID, LOS CONTENIDOS DEL DIARIO.

Diario de ciudad o bitácora de viaje

CUADERNOS DE KABUL

RAMÓN LOBO


Kabul 11/08/2009
El tráfico
El enviado especial de EL PAÍS inicia su diario de campaña para las elecciones presidenciales en Afganistán

La capital de un país acostumbrado a las guerras es una ciudad sucia y caótica tomada por el tráfico y los bocinazos. Se nota que no existe la costumbre de seguir las normas porque nadie respeta las escasas señales que quedaron en pie ni las direcciones únicas. El deporte nacional en el centro de Kabul es torearse los unos a los otros a bordo de unos coches desvencijados sin colisionar ni derribar a ciclistas y peatones. Es agosto y el calor resulta denso y seco. Pesa. No hay industrias pero en el aire flotan partículas procedentes de alguna contaminación mal digerida y de los coches que escupen vejez por los tubos de escape. Algunos llevan el volante a la izquierda, como en España; otros, a la derecha, como el Reino Unido. Es su sello de procedencia: Pakistán, donde el Imperio británico dejó legados culturales tan rentables como un parque automovilístico cautivo para su industria nacional.
El aterrizaje es espectacular, enmarcado por enormes montañas que parecen plegadas en una maqueta de cartón piedra. El avión se mueve entre ellas, como si jugara. Al fondo, el imponente Hindu Kush nevado, una cordillera que atraviesa el país con elevaciones por encima de los 7.000 metros. Qué belleza generan los lugares donde no llegan las balas, la ambición ni la guerra de los hombres.
El aeropuerto, rehabilitado con donaciones procedentes de Japón, es pequeño y limpio. Hay muchos policías en actitud ociosa. Alguno lleva chanclas. Tres agentes abruman entre risas de macho a tres azafatas con la excusa de unos formalismos no cumplidos. Si de su disposición dependiera la guerra con los talibanes, la derrota sería inapelable y rápida.
Tras pasar el control de pasaportes hay que inscribirse en un registro de extranjeros. Es para los periodistas que llegan para cubrir las elecciones. Piden dos fotos a cambio de un carné. No cobran dinero. Debe ser la inocencia.
En Afganistán gustan mucho los papeles y las fotos de carné. Lo primero es herencia del comunismo y su obsesión por el control absoluto. Las fotografías son parte del progreso en el mundo de la imagen. Se exigen para casi todo; también para vender una tarjeta para el teléfono móvil.
El hotel es pequeño, una guest house. Parece discreto y con precio que se ajusta a las exigencias de la crisis. Está lejos de los fortines de cinco estrellas tomados por los contratistas, uno de los posibles objetivos de los talibanes. El primer día es importante ser cauto y dedicar tiempo a informarse, a tomar las medidas y garantizarse un buen guía-traductor. Kabul, pese a su fama de violenta, parece una ciudad segura. Más allá de esta burbuja habitada por militares de la OTAN, funcionarios de la ONU, diplomáticos, empresarios, espías y decenas, si no cientos, de ONG y agencias humanitarias, está la guerra, el enemigo real e invisible, el peligro. Las ciudades como Kabul, Herat, Mazar-i-Sharif son islas fortificadas frente a un mar de tiburones. Hay 101.000 soldados extranjeros para un territorio que supera los 600.000 kilómetros cuadrados. Una empresa de vigilancia imposible.
Decía José Carlos Rodríguez Soto, un misionero que conocí en el norte de Uganda, que la paz que permanece es la que se logra con la negociación y no mediante la fuerza. Para entender las dificultades culturales en Afganistán, les recomiendo ver (o volver a ver) una película soberbia: El hombre que quiso reinar (The man who would be King) de John Huston. Está basada en una novela de Rudyard Kipling y cuenta con dos grandes interpretaciones de Sean Connery y Michael Caine.


Kabul 12/08/2009
La seguridad y el miedo
Quien inventó el miedo inventó el negocio. Y la guerra es uno de los mejores para los que no hacen cuentas con la conciencia. Kabul, como antes Bagdad, se está llenando de guardias privados armados hasta los ojos (exhiben gafas de sol antibalas, o eso dice el prospecto), muros de hormigón, barreras de seguridad, mojones rellenos de cemento y toda suerte de artilugios contra el coche bomba y el talibán suicida. Protegen embajadas, centros de la ONU, ministerios afganos y cualquier vivienda y negocio público o privado que tenga pedigrí para ser atacado. El pánico se desató en julio de 2008, tras el atentado contra la legación de India en el que murieron más de 40 personas, y no parece ceder.
Al caótico y ruidoso tráfico kabulí no le sientan bien las calles cortadas por sorpresa ni los cierres a la circulación para garantizar el tránsito sin sobresaltos de alguna autoridad embutida en un convoy de sirenas. Los decibelios miden el prestigio, pero también son una señal perfecta para los malos, que aguardan una oportunidad para golpear. Tanto trasiego y arbitrariedad exaspera a los civiles, que meten a todos en el mismo saco.
Los diplomáticos y el personal humanitario viven en una burbuja dentro de la burbuja que es Kabul, una isla varada en medio de un país en guerra. Sus expertos de seguridad les han impuesto un toque de queda y limitado tanto los movimientos que no pueden salir solos ni pasear por la calle. Hay zonas para la excepción, como Chicken Street, donde se agolpan las tiendas de postín (por decir algo), que en la paz serían las típicas para turistas.
Escasos son los lugares cien por cien seguros y demasiados los extranjeros aburridos con ganas de farra tras una tediosa jornada laboral. Su concentración en pocas salas es una invitación al enemigo, como el ulular de las sirenas de las caravanas vip. Los talibanes ya han señalado a uno: el disco bar Atmosfer. Al parecer, un antro de perdición. Habrá que ir.
La mayoría de los periodistas que carecen de asesores de seguridad se mueven con bastante libertad y sin sensación de riesgo aparente durante el día. Cada uno, aconsejado por su intérprete-chófer, se limita a aplicar el sentido común. Los guías se saludan entre ellos con una sonrisa de oreja a oreja. Es el maná de dólares que les ha traído la democracia (perdón, las elecciones del 20 de agosto) lo que les pone contentos. En un país tan pobre hacen cuentas de rico.
Los restaurantes de comida popular, con sus pinchos de cordero y arroz con pasas, se empiezan a poblar de informadores extranjeros armados con libretas (las cámaras de televisión y fotografía siempre son un problema para el disimulo). La gente es muy amable. Los de más edad son ceremoniosos y saludan al extranjero con una leve inclinación de cabeza y la mano derecha junto al corazón. Los jóvenes, curiosean y sonríen. Nadie pregunta por el origen de la carne ni por las condiciones de salubridad. En Afganistán están acostumbrados a morirse de todo antes de que les llegue la gripe A.
Aunque el blanco es sólo un extranjero, sin más adjetivos ni nacionalidades, las conversaciones conducen a la confianza y ésta al interés: ¿Australiano?, pregunta el dueño del restaurante. "No, de España". El hombre pone los ojos en blanco, como si rebuscara en el disco duro de su memoria inundada de guerras y desgracias, y exclama feliz: "¡Barcelona! Kaká".


Kabul 13/08/2009
Desagradable recordatorio para los testigos de la guerra
El enviado especial de EL PAÍS habla del atentado sufrido por el fotógrafo Emilio Morenatti y las formas de trabajar de un periodista en un conflicto armado

La noticia del atentado sufrido por el fotógrafo Emilio Morenatti y el camarógrafo indonesio Andi Jatmiko en una carretera de Kandahar ha conmocionado a la creciente colonia de periodistas en Kabul. Estas cosas siempre son un desagradable recordatorio, como cuando se hunde un pesquero o se produce la explosión en una mina. Cada profesión tiene sus miedos y sus fantasmas.
Morenatti ha perdido un pie, pero no las ganas: era él quien animaba a su mujer, Marta Ramoneda, tan fotógrafa como él, en una conversación telefónica poco antes de su evacuación a Dubai. Su empresa, Associated Press (AP), ha anunciado que no escatimará en su recuperación y que Emilio tendrá acceso al mejor tratamiento ortopédico. Hace bien AP, pues necesita de grandes reporteros en tiempos en los que no sobra el talento. Mejorar la sensibilidad ha costado varias desgracias. Ocho entre los españoles: Juantxu Rodríguez (Panamá), Jordi Pujol (Bosnia-Herzegovina), Luis Valtueña (República Democrática de Congo), Miguel Gil (Sierra Leona), Julio Fuentes (Afganistán), Julio Anguita Parrado (Irak), José Couso (Irak) y Ricardo Ortega (Haití).
Hay tres formas de estar en una guerra como periodista: por libre, empotrado con uno de los combatientes y en un hotel bebiendo whisky y zapeando por las televisiones globales. De estos hay poco que decir. De los que pisan la calle, todo; los plumillas buscan historias y los fotógrafos y camarógrafos, imágenes. No hay otra opción. Pero nadie, ni los que van por su cuenta ni los que viajan con una parte, que también son libres, tienen acceso a la película completa. Solo hay que ser honesto y reconocer las limitaciones.
Siempre han existido empotrados. Algunos, como Ernie Pyle, escribieron crónicas maravillosas en la II Guerra Mundial, y dejaron frases que son el resumen exacto de lo que significa este oficio: "Yo no sé nada de la gran película, sólo veo a soldados cansados y sucios que están vivos y tienen miedo a morir", escribía en Brave Men.
Cada guerra tiene sus héroes. A veces son soldados; las más, civiles, y el trabajo de gente como Morenatti es estar allí. Ser testigo. Aunque cueste.
En Irak, y sobre todo en Afganistán, donde las condiciones de seguridad son escasas y las carreteras peligrosas, el empotramiento garantiza excelentes historias e imágenes y un cierto grado de protección. ¿Una forma de control? La era de Internet es el antídoto. Solo es información veraz desde más ángulos.
Los norteamericanos son extremadamente profesionales con la prensa. Entienden su trabajo y su responsabilidad como militares ante la sociedad civil que les paga y sostiene. Vietnam les enseñó cómo se pierde una guerra desde la información. Todos los periodistas que se empotran eligen a los estadounidenses y, a veces, a los británicos. Los otros ejércitos con tropas en Afganistán prefieren mantenerse lejos de las miradas de los periodistas y ocultarse ante sus opiniones públicas. Sabrán por qué.




Kabul 14/08/2009
Hoteles, Kapuscinski y la competencia
El enviado especial de EL PAÍS explica la importancia del alojamiento en zona de guerra y la necesidad del compañerismo

Ryszard Kapuscinski tenía una manía en sus viajes: personalizar la habitación del hotel en la que iba a pasar tiempo durante una cobertura informativa. A veces, le bastaba con desplegar unos pocos objetos por la mesilla de noche y la mesa de trabajo para que ese lugar extraño, frío e impersonal empezara a transformarse en un sustituto del hogar capaz de que mitigar la soledad.
En una zona de conflicto, elegir bien el hotel es esencial: puede salvar la vida y hacer agradable el trabajo. La electricidad para el ordenador y los cargadores de las cámaras siempre son más importantes que el agua.
En Kabul, los periodistas extranjeros se han repartido en hoteles pequeños. Todos huyen de los grandes como el Intercontinental y el Serena porque existe la sensación de que los talibanes van a intentar algo sonado dentro de Kabul antes de las elecciones. Se suceden las bromas sobre la cercanía de las habitaciones a los muros exteriores y la exposición de su inquilino a un posible coche bomba. El humor negro es una forma de espantar los miedos y de pasar el rato. Aunque las nuevas guest house están haciendo su agosto, se mantienen en unos precios aceptables. No hay inflación de avaricia. Después lo compensan con algún exceso en el cobro de las cervezas turcas Effes Pilsen.
El mío dispone de aire acondicionado, agua más o menos caliente (aunque tiene sus momentos: de repente helada; de repente, ardiendo), buena conexión wifi y televisión por satélite en la que es posible ver todos los canales árabes del mundo, que tienen su punto cuando te acostumbras.
Recuerdo la primera llegada al Holiday Inn de Sarajevo en abril de 1993. Dos de las cuatro fachadas eran inservibles, pues daban al frente: habitaciones quemadas, ventanas arrancadas de cuajo, agujeros de bala en las paredes. En las otras dos fachadas vivían los periodistas extranjeros. No había agua ni luz (ni ascensores) y los precios competían con los mejores hoteles de París. En aquella época transmitir una crónica era una pesadilla. El periodista debía dedicar varias horas al proceso. Las agencias de prensa extranjera disponían de satélites, entonces unos aparatos enormes que necesitaban de varias personas para moverlos, a los que sacaban gran rentabilidad: 40 dólares el minuto. Este periódico se dejó un buen dinero en aquella cobertura informativa que duró tres años y medio.
Los hoteles de periodistas tienen cierto sabor, pero no se parecen al de El Americano Impasible. La realidad siempre se queda corta frente a la imaginación de Hollywood, al menos en ciertas cosas. Se bebe poco, al menos en sitios como Kabul, y se habla demasiado. Cada uno cuenta sus batallitas, que son las mismas de la última cobertura. Nadie menciona sus reportajes en marcha ni de las crónicas a punto de cocción. Sólo se charla de lo ya publicado. Hay un compañerismo que supera las diferencias ideológicas y empresariales de los medios y suele haber ayudas en las desgracias informáticas. La competencia no es poner zancadillas.
Recuerdo una anécdota de dos célebres periodistas deportivos norteamericanos que siempre coincidían en todos los eventos. Una vez, uno de ellos llegó tarde al partido, quizá de béisbol, por un problema de tráfico. Tras sentarse, preguntó al compañero: "¿Me he perdido algo?" El rival informativo le narró con detalle todo lo que había pasado. Sorprendido por su generosidad, dijo: "¿Por qué me lo cuentas todo tan bien si somos competencia?". El primer periodista le miró, sonrió y dijo: "La competencia, querido, empieza en el momento en que nos ponemos a escribir".


Kabul 15/08/2009
Los niños que quieren ser médicos
El enviado especial de EL PAÍS relata la situación de los jóvenes y niños en Kabul

La ciudad vieja de Kabul, al otro lado del monte de la televisión, huele a polvo y arena. En 2001 parecía Grozni o Dresde: una alfombra de edificios derruidos en los que no cabía una bala ni un muerto. Ocho años después han surgido viviendas y mansiones de nuevo rico y pésimo gusto (milagros en un país que produce el 93% de la heroína mundial), que con sus ventanas reflectantes verdes parecen platillos volantes a punto de despegar. Ojalá lo logren.
Cerca de la universidad, en la que en los años setenta estudiaron la mayoría de los criminales de guerra que después destruyeron la capital y el país, se halla el cine-teatro de Kabul. Solo queda en pie su esqueleto y la memoria de unos pocos. Eran tiempos de pobreza y tolerancia en los que se veían películas indias en tres pases por día y la gente se agolpaba en el exterior para comprar su entrada. Hoy solo quedan las sombras, la pobreza y una sensación colectiva de que nada volverá a ser como antes.
Detrás del cine, que pronto desaparecerá para dejar paso a una calle más ancha en dirección a ninguna parte, se divisa un parque de escombros presidido por un viejo ministerio de la época soviética. Ahora, es el lugar favorito de los jóvenes para fumar algo más que tabaco y para jugar a la ruleta rusa con las jeringuillas prestadas. Su hora de despegue es el atardecer, un mal momento para darse una vuelta. Los clientes andan escasos de dinero y sobrados de ansiedad. Parece un túnel del tiempo.
Bagha Bala escala por una ladera del monte que divide la ciudad vieja de la nueva. El barrio se concentra en una red de viviendas ilegales. Parece un proyecto de las favelas de Río de Janeiro. En ese arrabal tan pobre muchos niños quieren médicos. Dicen los adultos que es influencia de una serie india que causa furor en las parabólicas de Kabul. Una idea para la nueva estrategia de Obama en Afganistán: la buena televisión podría hacer más por cambiar la mentalidad que 100.000 soldados estadounidenses vestidos en Coronel Tapioca pegando tiros por el Valle de la Muerte, fronterizo con Pakistán.
En casa de Amin Yusuf he conocido a su mujer Gul Makai. Llevan 45 años casados. Su relato está repleto de fuerza y dignidad. Y esperanza. Amin dispone de 120 dólares mensuales para alimentar a una prole -entre hijos, nietos, sobrinos y añadidos- de 45 personas. Gul Makai ha conversado con el extranjero y le ha dado la mano, prueba de una enorme aceptación. Al llegar a su casa se ha quitado el burka azul con el que sale a la calle y se ha colocado un pañuelo blanco sobre el cabello. Su nieto también quiere ser médico. Incluso a su edad, 12 años, sabe la especialidad: internista. "Lo que sucede es que ven a los médicos y enfermeras llevar una vida normal y quieren ser como ellos".
Gul Makai es la encargada de hacer juegos malabares con las finanzas de la casa. Podría ser ministra en el país de la corrupción y el dispendio. Se casó a los 15 años. Su madre, como manda la tradición, le eligió marido. "Creí que se trataba del hermano, que es de piel oscura y muy feo. Un día vi a Amin en su coche y mi madre me dijo: 'Ese es tu esposo'. Creo que de la alegría me dio me enamoré enseguida. Llevamos 45 años juntos y pese a que somos muy pobres he sido muy feliz".



Kabul - 16/08/2009
El bar que odian los talibanes
El enviado especial de EL PAÍS relata el ambiente que se vive en las calles y locales de Kabul

Rugula tuvo poco trabajo ayer en la barra de L'Atmosphere, el bar-restaurante de Kabul que los talibanes han señalado como candidato a ponerle una bomba. Para los radicales se trata de un antro de perdición intolerable: vende alcohol y las mujeres occidentales se desvisten hasta el bikini para sumergirse en la piscina y combatir el calor seco de esta ciudad. Tras el atentado en la puerta del cuartel general de la OTAN, los extranjeros, que son los clientes habituales de L'Atmosphere, no estaban para bromas y decidieron quedarse en sus casas.
El barman mata el aburrimiento navegando por Internet sentado bajo un cartel en el que se anuncian algunas de las excelencias de la casa: mojito y Bloody Mary, todo a 350 afganis, algo más de siete dólares. Rugula asegura que L'Atmosphere nunca ha tenido problemas desde que se inauguró en 2003 y que no hay miedo a los talibanes pese a las amenazas: "En Kabul hay muchos los objetivos posibles".
En la calle, un retén de policía y un par de guardas de seguridad afganos vestidos de civil reciben al extranjero. No hay carteles ni anuncios. El acceso al restaurante parece arrancado de las películas de Chicago de los años 30. Tras golpear con los nudillos se abre la mirilla de la puerta de hierro y en ella asoman unos ojos que escrutan al candidato. Una vez al otro lado, el hombre revisa sin exceso de celo la mochila y cachea el cuerpo del candidato a cliente. "Lo siento", dice a modo de disculpa por las molestias causadas cuando termina. El extranjero responde algo pomposo: "Es por nuestra seguridad".
Tras pasar este segundo control hay que caminar por una especie de túnel dentro de un contenedor protegido por una variación de sacos terreros. Un tercer guarda franquea el paso a un hermoso jardín repleto de mesas puestas con elegancia y butacones tapizados en rojo. Hay árboles, pero no clientes. Resulta un sitio agradable. Huele a besos furtivos y a pecado. "Hoy no ha venido nadie", explica Mohamed, que trabaja de camarero. "Es por la bomba. Normalmente a estas horas muchas mesas están ocupadas".
Un hombre delgado con pinta occidental lee un libro despreocupadamente delante de la piscina. Parece Clint Eastwood antes de un duelo. Un par de trabajadores de la casa siguen en la televisión la noticia del ataque contra la sede de la OTAN. El aparato de treinta y pocas pulgadas es más pequeño de lo que aseguraban algunos de los amigos que acuden al restaurante para ver partidos de Premier y la Liga española. ¿Fútbol? ¡Otra depravación a añadir en la lista de los intransigentes! Cuando ellos mandaban en la capital antes de 2001 prohibieron todo: cine, televisión, música y el vuelo criminal de las cometas. Rugula comenta que además del alcohol, a los talibanes no les gustan los extranjeros.
La Unión de Cortes Islámicas hizo lo mismo en Somalia al conquistar Mogadiscio en junio de 2006. Tras imponer la paz por las armas, algo que agradeció una población exhausta sometida a la guerra desde 1991, empezaron a tirar de boletín oficial islámico para prohibir todo. Nadie dijo nada de los excesos rigoristas hasta que vetaron las retransmisiones de los partidos de fútbol. Mal asunto durante el Mundial de Alemania. Hubo manifestaciones y algunos muertos. Este tipo de silencios selectivos también se dieron en el Afganistán de los talibanes pero afectaron a Occidente. Hubo más protestas por la voladura de los budas de Bamiyan que por el trato denigrante de la mujer. Lo llaman sensibilidad cultural.



Kabul - 17/08/2009
Oficios de pobreza alrededor de un Kebab
El enviado especial de EL PAÍS echa un vistazo a los tipos alrededor de cualquier restaurante de Kabul

Los restaurantes de comida afgana en Kabul no tendrían mucho éxito en España y hasta es posible que las autoridades sanitarias los clausuraran por falta de higiene. Se trata de un problema de umbrales. El de la pobreza, por ejemplo: el 42% de los afganos vive en la miseria. Para muchos ya es un milagro poder cenar el nan-i-afghani (pan afgano) acompañado de una taza de té negro. Los pinchos de Kebab, sean de cordero, ternera o pollo, de los comedores públicos son un lujo inalcanzable. Comer cuesta 250 afganis (cinco dólares). También hay un problema de percepciones: lo que al Primer Mundo le parece sucio al Tercero le resulta un delicatessen.
Por alguna razón -económica o de soledad, quién sabe- los comedores públicos afganos tienden a agruparse en calles concretas haciéndose la competencia codo con codo. Se distinguen por la suma de las humaredas que levantan los encargados de girar los pinchos hasta lograr el punto de brasa exacto. Todo un arte. No hay extranjeros debido a la psicosis de miedo creada por los expertos en seguridad, una de las profesiones del mundo que generan más inseguridad. Los clientes de las mesas cercanas buscan en seguida conversación con el recién llegado. No se percibe hostilidad alguna. Comen con los dedos de la mano derecha ayudados de trozos de pan. Los que proceden de las provincias se sientan sobre la silla en cuclillas, como si estuvieran en el suelo. No se vende alcohol. El aparato de televisión sólo sirve para escuchar música con el volumen alto. La cantante con menos ropa es de Tayikistán, que debe ser el Perpignan de los tayikos afganos.
Alrededor de estos restaurantes se mueve empleo indirecto. Decenas de niños dejan de ir a la escuela para fregar los coches que aparcan a cambio de 50 afganis (un dólar). Otros niños venden chicles de marca norteamericana, pañuelos de papel y tarjetas de telefonía móvil sin tener mojarse las manos. Son la clase media de la pobreza. Junto a ellos, una nube de mendicantes, la mayoría mujeres cubiertas por el burka.
Nadie intenta dar limosna a la que entra en el restaurante. Es como si fuera un fantasma azul. Tiene las uñas pintadas de un rosa descolorido por el tiempo. Un comensal le ofrece dos trozos de pan afgano y un cuenco con judías. La mujer de las manos jóvenes lo coge y musita: "Thank you".
Un policía se balancea chulesco por la acera. Viste una camisa blanca que debe de hacer semanas que no conoce jabón. Muestra una prominente barriga, como casi todos los policías de tráfico. En eso existe una gran uniformidad. Gana el equivalente a 40 dólares al mes y en esas rondas cerca de los restaurantes trata de arrancar una pequeña mordida con cualquier excusa. A veces no es necesario descubrir una falta porque el dueño del negocio lo invita a pasar. El agente debe de llegar hambriento porque con la primera cucharada de sopa se ha echado encima una mancha que al limpiarla se ha extendido. El hombre que se sienta a mi lado encoge despacio los hombros como si ese movimiento llevara escrito todo un discurso sobre Afganistán, un país destruido por 30 años de guerra y siglos de ignorancia y fanatismo.




Kabul - 18/08/2009
El niño del zoo quiere volar
El enviado especial de EL PAÍS visita el zoológico de Kabul, el único sitio de Afganistán donde sus pobladores no saben de la guerra

El zoológico de Kabul es tan pobre como el país que lo acoge. El taquillero Freidum está sentado al otro lado de la ventanilla sobre una silla desdentada. Extiende ceremoniosamente dos entradas como si en ese gesto descansara la esencia de un Estado que se esfumó. Sonríe tras ser acusado de discriminación positiva: el acompañante local paga 10 afganis (20 centavos de dólar) y el extranjero, 100 (dos dólares). "Los viernes vendo más de 1.500 entradas; el resto de los días viene menos gente", explica. "En la época anterior, los talibanes venían mucho a ver los animales, pero siempre sin sus esposas. En eso han cambiado las cosas, ahora vienen mujeres con sus hijos".
Nada más entrar se alza la estatua imponente del león Marjan, la estrella del zoológico durante décadas y que aún lo es siete años después de muerto. Era el símbolo de la ciudad, un superviviente de todas las guerras y de todas las hambrunas. Su físico representaba la imagen de un país mutilado: cojo y tuerto debido a una granada de mano que le arrojó un joven para vengar la muerte de su hermano, un idiota que días antes saltó la verja y bajó a importunar a Marjan, que se lo tomó como se toman los leones estas cosas: mal.
No hay muchos animales. Es la hora de la siesta y los pocos que se mueven en sus jaulas merecerían la atención de alguna ONG. El zoo tiene gansos, gacelas, cabras, un nuevo león que, dados los precedentes de Marjan, sale poco a su jardín, buitres, lobos y monos. Éstos son los únicos que no parecen darse cuenta de la situación ambiental, dedicados a subir y bajar a la carrera de sus falsos árboles mientras alguno despistado aprovecha para rascarse la entrepierna con ritmo. Tampoco los ocho osos que juguetean por un canal de agua sucia saben que esto es Afganistán, que el jueves se celebran unas elecciones históricas -como todo lo que sale por la televisión global- y que los talibanes han amenazado con volar todo lo que se pueda volar.
Junto a la jaula del mono pajillero se encuentra Omar, un aguador de 10 años. Se mueve entre los visitantes ofreciéndoles agua en un vaso viejo de latón. En la otra mano lleva un termo que llena cinco o seis veces. Le funciona la sonrisa. Omar cobra un afgani por trago. En los días buenos consigue una caja de 15 (30 centavos de dólar). Para lograr esta fortuna que lleva a casa para ayudar a sus padres necesita cinco horas de trabajo. A la una se va al colegio hasta las cuatro. Le gusta estudiar porque quiere ser piloto de aviones. Cuando se le pregunta qué países le gustaría visitar, responde con una sonrisa aún mayor: "¡Panshir!", un hermoso valle cerca de Kabul. ¿Y más lejos que el Panshir? Omar deja en el suelo su termo de agua, se rasca la cabeza consciente que el momento es grave, y dice: "No sé qué hay más lejos".


Kabul 19/08/2009
Furia religiosa contra el cine
El enviado especial de EL PAÍS regresa al Parvan Cinema de Charicar, abandonado y decrépito recuerdo de otra época

En Charicar, un bullicioso pueblo tayiko a los pies del valle del Panchir, es día de mercado. En víspera de la fiesta nacional afgana, que se celebra hoy, hombres, mujeres y niños ocupan sus calles como otros hombres, mujeres y niños del Primer Mundo ocupan las suyas limpias y asfaltadas en los días previos a la Navidad. Estos, con su pobreza absoluta y un halo de dignidad; nosotros, con una insoportable desmemoria sobre la nuestra, que es de antes de ayer.
Los vendedores de Charicar no vocean la mercancía, que debe ser de mala educación. La exponen en sus locales, unos diminutos cubículos de hierro. Los comercios de las especias perfuman la calle de aromas exóticos en un duelo intenso y secreto con los aceites y gasolinas de escasa calidad que escupen los coches al pasar. Hay relojeros, barberos, zapateros, fabricantes de ollas, carniceros, cambistas... Decenas de oficios que comparten metros y bullicio.
Dos policías que protegen el mercado no parecen nerviosos por las explosiones de Kabul, inmersos en el estudio científico de la mejor manera de coronar su todoterreno artillado con una enorme sombrilla de colores. Debe ser que en asuntos de guerra, la solana nubla la vista y yerra los objetivos. Que se lo digan a los pilotos de los aviones estadounidenses.
Hay trajín en la parada de los carromatos coloreados que sirven de taxi de distancias cortas. En las tiendas del lado izquierdo se empeñan en ofrecer a la venta unas cuerdas verdes que nadie parece comprar.
Más arriba, alejándose de las especias y los tubos de escape, se llega al Parvan Cinema. Es el único cine de Charicar. Fue destruido por los talibanes hace 10 años y así sigue, roto, abandonado y decrépito, sin que ninguna organización gubernamental o extranjera considere importante su rehabilitación. En un país con tanta guerra, pobreza, desempleo y machismo parece una provocación fomentar los sueños de gentes a las que les pesa tanto la realidad.
El patio de butacas, que tenía capacidad para 400 personas y desde el que se vieron grandes películas indias y alguna estadounidense menor, como Rambo, es un amasijo de sillas oxidadas a las que les robaron la madera. Fueron pateadas una a una en 1999 por la furia religiosa y rociadas después con gasolina por los hombres del turbante. Hoy todo huele a orín, excrementos y basura.
En el anfiteatro donde se situaban las mujeres sin la burka para no ser observadas tampoco queda rastro de los viejos proyectores rusos que hace ocho años trataban de reconstruir Jasralá y Kajam, expertos en reparar aparatos de radio. No hay noticias de ellos. Ni de Anwar, que acabó en prisión por el delito de poner películas. En las tres sesiones diarias del Parvan Cinema la gente se agolpaba en los pasillos. Recuerdo que Kajam contaba entonces cómo algunos de los espectadores trataban de escapar espantados de lo que sucedía en la pantalla por miedo a ser pisoteados por un elefante.
El Parvan Cinema fue también teatro-escuela infantil. Los niños y niñas de las escuelas acudían a representar sus pequeños dramas y comedias y a entonar sus himnos patrióticos. Hoy nadie aprende a cantar y a soñar. Parece que todos en Afganistán se cansaron de tener esperanza en un futuro que nunca llega.

NOTA: CONSULTAR LOS EN DIAS SIGUIENTES, EN EL DIARIO EL PAIS, DE MADRID, LOS CONTENIDOS DEL DIARIO.